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Encontró Cervantes a la ilustre tía Zarandaja apercibiéndose a cerrar su bodegón, que según las ordenanzas, estos tales a la oración se cerraban. Dio entrada con mil amores la vieja al gallardo soldado, y cerrando la puerta, díjole: Ya me temía que no vinierais, y sentíalo, porque en verdad, que muchas y muy importantes cosas que decir a vuestra merced tengo.

Volveos al lado de quien estábais, y dejad a los demás que a sus negocios vayan, que otra cosa no os importa, ni yo he de permitirlo. Oyendo estuvo Cervantes estas palabras en silencio, el sombrero en la mano, el amor en los ojos y la sonrisa en los labios; y atentas estuvieron también a aquellas palabras, Margarita asombrada y la tía Zarandaja alegre.

Pero es el caso que don Baltasar se ha puesto en todo, y con gente dura y resuelta en casa de doña Guiomar meterse quiere, cosa que puede salir de tal manera y con una tal tormenta, que el agua llegue a las nubes. ¿Y a cuento de qué me habéis manifestado todas esas cosas, señor Viváis-mil-años? dijo la tía Zarandaja. A cuento de que vos podéis sacarme del aprieto en que me hallo.

Miguel de Cervantes escuchaba ávido, con el oído pegado al ojo de la cerradura; que habíale puesto en cuidado lo que le había prevenido, haciéndole callar, cuando llamaron a la puerta, y escondiéndole después, la tía Zarandaja. Pero no oía otra cosa más que el recio mascar del rapista, que era tal como el de un cerdo, con perdón sea dicho.

Continuado había con su plática entretanto Viváis-mil-años, y había dicho: Que yo he de servir, mal que me pese, a don Baltasar de Peralta, veislo harto claro, tía Zarandaja; que en casa de la maldita viuda quiere meterse a la media noche, ya os lo he dicho; y aun pudiera sufrirse si en entrar solo y por guiado, consintiese, que todo ello sería que, o empeñaría la honra de doña Guiomar, por la violencia de su pasión atropellada, o ella se defendería y gritaría, y acudirían sus criados, lo cual, habiéndome yo escurrido a tiempo, nada me importaría, y él vería cómo salía del empeño en que se había metido.

Pues si de conciencia entendéis, dijo Cervantes, llevadme adonde a solas podáis decirme lo que con vos habló, buena madre, ese caballero embozado con quien os encerrasteis no ha mucho. ¡Ah, señor soldado! dijo la tía Zarandaja, más conforme que antes, que ese caballero es un menesteroso que me busca para que yo le remedie; como si yo fuese una santa que pudiese hacer milagros.

En ayunas vengo, y en ayunas desde anoche, tía Zarandaja, dijo el rapista, salvo dos onzas de queso y un panecillo que compré esta mañana en una tienda, cuando salía de allí, adonde picardías de un mal familiar, que ya está bien castigado, me llevaron; y venga, venga, tía Zarandaja, la uña de vaca con habas y morcilla, que voy a comerla con el mismo gusto que si no hubiera comido en mil años.

Entró el rapista tan mudado de la fisonomía que otras veces tenía, que no le conoció la tía Zarandaja. Venía entre satisfecho y soberbio, y descontento y mohíno. ¿Y dónde habéis estado, señor Viváis-mil-años, le preguntó la vieja, que hoy no se os ha visto el pelo?

¿Y cómo, si os place, de tal aprieto he de sacaros yo? dijo, poniendo muy mal gesto al rapista, la tía Zarandaja. Ya que vos estáis perdido, ¿queréis que yo me pierda también? ¿Y estas son las buenas correspondencias de nuestra amistad? Pues de amigos como vos, Dios me libre, y que yo no los vea jamás sino descuartizados.

Y tan feroz miraba, que de miedo, se echó a temblar la tía Zarandaja, y por satisfacerle, y temiendo no empezase por ella con algo que no muy del gusto de ella fuese, se apresuró a decirle: Pues que yo no puse punto en boca al señor Viváis-mil-años cuando en tales honduras se metía, claro os he dado, señor mío, a entender, que mi intento era que todo lo supieseis; y si todo lo habéis oído, vos diréis lo que haya de hacerse, que a vuestro mandato me pongo, y estos dineros que el señor Viváis-mil-años me ha dejado, dispuesta estoy a entregaros.