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Actualizado: 13 de junio de 2025
Como el doctor tenía su casa en la calle del Arenal, poco trecho había que recorrer. Los oscuros cristales de unas gafas oftálmicas, amén de una gran visera verde, resguardaban sus ojos de la luz, Golfín, siempre amabilísimo con el recomendado de Su Majestad, le despachaba pronto. Estaba muy satisfecho de su cura, y elogiaba la excelente naturaleza del enfermo, vencedora del mal en pocas semanas.
Enriqueta varias veces había significado sentimiento por ausentarse de Manila; traté de indagar la causa y á vuelta de algunos rodeos supe que aquella iba todos los sábados al cementerio protestante, en cuyo solitario recinto descansaban los restos de su padre, cuya tumba tenía limpia de ramas y malezas el filial cuidado de Enriqueta, quien me dijo que el pequeño enverjado que cierra el mausoleo estaba recubierto de las rojas campanillas de las trepadoras enredaderas, á cuya sombra se resguardaban gran número de macetas en las que se criaban pintadas y caprichosas flores.
Pero de improviso un ruido de espadas oyose, tiros de pistoletes retumbaron, y acordose Cervantes del intento de don Baltasar de Peralta que conocía, de asaltar aquella noche con gente armada la casa de doña Guiomar para robarla a ella; y desesperado, como que convencido estaba de que doña Guiomar había muerto, en su desesperación, en su furor, en su desgano de la vida, con el ansia de exterminio en que aquella su desgracia le había puesto, del triste cuerpo de doña Guiomar sacó su espada, y lanzose fuera del aposento, a tiempo que por el oscuro corredor se echaban encima las cuchilladas; que los criados, que a las voces con que Cervantes había pedido socorro despertaron, habíanse encontrado con don Baltasar y con los que con él venían, que por la tapia del huerto del rapista habían entrado; y como aquellos criados hubiesen acudido armados, porque al despertar a las voces de Cervantes habían pensado, como era natural lo pensasen, en un grande peligro, y cada cual, antes de salir a ver lo que aquello fuese, había cogido el arma que había tenido a mano, como eran muchos los criados de doña Guiomar y muy bravos, especialmente aquellos cuatro lacayos vigotudos, que, como se dijo, la resguardaban cuando con el alba iba a la catedral a misa, trabose la más mortífera pelea que puede imaginarse, y por el corredor adelante venían hundiéndole a tajos y a tiros, que no parecía sino que la casa iba a venirse abajo.
Al otro lado del puente nos encontramos una alegre caravana, en la que nos llamó la atención varias dalagas á caballo perfectamente ataviadas, luciendo caprichosos sombreros con gran profusión de gasas y flores. Los colores de las faldas y los pañuelos que resguardaban sus hombros, eran de colores muy fuertes que destacaban el negro del tápiz.
Pasaba así los días tranquilo y contento, sin que nada le conturbase el alma, nuestro mozo, hasta que una mañana entre dos luces, volviendo con otros amigos de inquietar el sueño a un canónigo, no por él, sino por una muy hermosa sobrina suya, a la que habían dado música, Cervantes, que solo hacia su posada se iba, que estaba junto al postigo del Carbón, entre este y el del Aceite, en una mala calleja y con vecindad no muy limpia, al llegar a la puerta del patio de los Naranjos de la Catedral, que al pie de la Giralda aparece, topose con una rica silla de manos que conducían lacayos y resguardaban criados, y que no era otra que aquella en que iba nuestra doña Guiomar de Céspedes y Alvarado, la llamada la hermosa indiana, no embargante fuese hija de Sevilla.
Como insignia de mando que era el farol de popa, sólo podían usarlo y encenderlo los jefes de escuadra: como distintivo exterior se procuraba darle visualidad artística, según los tiempos . En un principio resguardaban al hachote de cera láminas de talco; después se adoptaron vidrios.
Desde luego ofreció pocas comodidades al público y á los actores: así el escenario como el patio carecían de toldos, y por tanto no resguardaban del sol ni de la lluvia, y si el tiempo era malo, se interrumpían las funciones ó se mojaban los espectadores.
Una mañana lluviosa vio correr la gente hacia el mar, y allá fue él, contestando con gruñidos a la familia, que le hablaba de su reuma. Entre las negras barcas encalladas en la orilla destacábanse sobre el mar, lívido y cubierto de espumarajos, los grupos de blusas azules, las faldas ondeantes por el vendaval, con las que se resguardaban de la lluvia las mujeres.
Allí, desde la mañana hasta la tarde, exceptuada una hora al medio día, se escuchaba continuamente el ruido múltiple y monótono formado por los mazos y las martillinas al chocar con las piezas de cantería: el sol lo iluminaba todo, lanzando acá y allá las sombras rectangulares e intensas de los tinglados de estera bajo que se resguardaban los peones, y a ratos de entre aquel rudo concierto que forman el hierro hiriendo, la piedra partiéndose y el eco resonando, se alzaba el canto bravío y triste de una copla medio ahogada por el zumbido del trabajo como un suspiro entre las penas de la vida.
Dio nuestro mozo en el claustro o patio de los Naranjos tras la silla, pero recatadamente y sin dejarse sentir de los que la conducían y resguardaban, y vio que, llegada la silla a la puerta del Perdón, allí se detenía, y se abría la portezuela, y salía la dama, toda rebozada, pero tan gallarda, que si empeñado iba ya por la mano Miguel, arrebatósele el alma a los espacios imaginarios a la vista de todo el cuerpo, aunque le encubriese y un tanto le dificultase el cumplidísimo manto de raja de Florencia.
Palabra del Dia
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