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Actualizado: 17 de junio de 2025


Pero de improviso un ruido de espadas oyose, tiros de pistoletes retumbaron, y acordose Cervantes del intento de don Baltasar de Peralta que conocía, de asaltar aquella noche con gente armada la casa de doña Guiomar para robarla a ella; y desesperado, como que convencido estaba de que doña Guiomar había muerto, en su desesperación, en su furor, en su desgano de la vida, con el ansia de exterminio en que aquella su desgracia le había puesto, del triste cuerpo de doña Guiomar sacó su espada, y lanzose fuera del aposento, a tiempo que por el oscuro corredor se echaban encima las cuchilladas; que los criados, que a las voces con que Cervantes había pedido socorro despertaron, habíanse encontrado con don Baltasar y con los que con él venían, que por la tapia del huerto del rapista habían entrado; y como aquellos criados hubiesen acudido armados, porque al despertar a las voces de Cervantes habían pensado, como era natural lo pensasen, en un grande peligro, y cada cual, antes de salir a ver lo que aquello fuese, había cogido el arma que había tenido a mano, como eran muchos los criados de doña Guiomar y muy bravos, especialmente aquellos cuatro lacayos vigotudos, que, como se dijo, la resguardaban cuando con el alba iba a la catedral a misa, trabose la más mortífera pelea que puede imaginarse, y por el corredor adelante venían hundiéndole a tajos y a tiros, que no parecía sino que la casa iba a venirse abajo.

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