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El de la hopalanda, no bien se acercó lo suficiente, pronunció un «a los pies de ustedes, zeñoras», que hubiera provocado una explosión de carcajadas, si al pronto no pudiese más la curiosidad que la risa. ¡Tenía el bueno del hombre una voz tan rara, ceceosa a la andaluza, y una pronunciación tan recalcada!

Los popes de negras túnicas y sombreros de copa sin alas transcurrían por las calles junto á los sacerdotes católicos ó al rabino de luenga hopalanda. En las afueras se veían hombres casi desnudos, sin otro traje que una zamarra de pieles, guiando rebaños de cerdos, lo mismo que los pastores de la Odisea.

Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín.

La primera aparición del invierno, ocurrida mientras dormimos, tiene algo de sorprendente: los viejos abetos, las rocas, cubiertas de musgo, que la víspera se adornaban de verdor y que ahora centellean llenas de escarcha, producen en el alma una tristeza indefinible. «Ha pasado otro año nos decimos , y otra vez tenemos que sufrir los rigores del tiempo antes que vuelva la primavera.» Y nos apresuramos a vestir la recia hopalanda y a encender el fuego.

Al entrar él, volvíanse todos para contemplar la fisonomía de ese anciano, firme y tieso con sus setenta y dos años, sus largas barbas canas, su interminable hopalanda, su ojal lleno de cintas con los distintivos de todas las academias científicas, y aquel extraño aspecto, que revelaba a un tiempo timidez y desenvoltura.

El marmitón, impaciente de la duración de este monólogo, había intentado ya por dos veces interrumpir al contramaestre, pero la mirada furiosa y la movilidad excesiva del chicote de su superior se lo habían impedido. Por fin, haciendo un esfuerzo sobre mismo, con su gorro bajo el brazo, el cuello tendido, la pierna izquierda hacia adelante, se aventuró a tirar de la hopalanda de su jefe.

El anciano Brenn, al borde de la peña, con su pipa negra entre los dientes, las mejillas arrugadas como una hoja de col pasada, la nariz redonda, el bigote gris, los párpados fláccidos, caídos sobre el ojo sanguinolento, y las largas mangas de su hopalanda, que descendían a ambos lados del cuerpo, el viejo Brenn miraba hacia los diferentes puntos de la montaña que Hullin le indicaba; y los otros dos, envueltos en sus amplias capas pardas, se adelantaban, retrocedían, se llevaban las manos a las cejas y parecían absortos por una atención profunda.

En efecto, un vestido que recuerda la hopalanda de un cochero, y que ha sido cortado en un pequeño retazo de paño con el cual no se han podido cortar capuchas en miniatura, no es muy aparente para ocultar los defectos de las formas. Por otra parte, el marrón no es un color apropiado para hacer resaltar vivamente las mejillas pálidas.

Ningún monarca ni potentado era capaz de acometer individualmente esta empresa gigantesca... Entonces, el dios amarillo cambió de forma, saliendo majestuoso y triunfador, como el sol, de la hopalanda del usurero que le había tenido oculto.

Aquel rey de bastos, con hopalanda azul ribeteada de colorado, los pies simétricamente dispuestos, la gran maza verde al hombro, se le figuraría bastante temible si supiese que representaba un hombre moreno casado don Pedro . La sota del mismo palo se le antojaría menos fea si comprendiese que era símbolo de una señorita morena también Nucha . A la de copas le daría un puntapié por insolente y borracha, atendido que personificaba a Sabel, una moza rubia y soltera.