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Acto continuo, Cecilia lo hizo sobre sus rodillas; le echó los brazos al cuello; reclinó su cabeza sobre la del noble, llegando a poner los labios sobre su rostro. En aquel momento se oyeron pasos precipitados en el corredor. Se abrió la puerta violentamente, y apareció Gonzalo con el estoque desenvainado. Cecilia volvió la cabeza y dió un grito.

Apareció ante mis ojos el extremo opuesto de la avenida. El automóvil acababa de virar, con tanta facilidad, que caí sobre uno de sus costados, vencido por la brusca rotación. Se deslizaba de nuevo en busca del caído, y éste, al verle venir, ya no gritó.

Los que así bailaban eran aldeanos, los habitantes de los contornos que, llegada la noche, se volvían a sus casas por los atajos sin pasar por la villa. Las artesanas de Sarrió formaban giraldillas, donde se cantaba a grito herido, abriéndose y cerrándose sucesivamente, dejando en el medio ora un grupo de hombres, ora de mujeres.

Entonces vendréis con la chalupa de vapor á pasar por la isla, lo más cerca posible, en cuanto cierre la noche, lo que es aquí obra de algunos minutos... Nosotros nos echaremos al mar y llegaremos á nado á la embarcación. Si grito, forzaréis la velocidad hacia nosotros, pues será que estemos en peligro. En pocos instantes se decidirá nuestra salvación ó nuestra pérdida. ¿Y el navío?

Ese hombre, eres me dijo exhalando en un grito inmenso toda su alma, y dejándose caer abandonada y trémula entre mis brazos. ¡Oh! qué feliz soy añadió sollozando de placer ¡Dios! ¡y ! La memoria es un don funesto. ¡La memoria, que nos trae en la desgracia, el encendido recuerdo de la felicidad perdida! ¡Oh! ¡la memoria! ¡Si Satanás no tuviese memoria, no estaría condenado!

Pero, quieras que no, tuvo que oírlo, de cabo a rabo, tan contundente, porque la señora no se mordía la lengua, y soltaba cada varapalo que escocía de veras, que Quilito dió un salto, al fin, y con el aire de un demente, prendido al enrejado de la cama, que sacudía como si deseara arrancarlo, gritó: , ¡he perdido, he perdido! ¿Y qué tenemos con eso?

Retrocedí lanzando un grito, saltó él en la silla sin tocar el estribo y salió disparado como una flecha, perseguido por gritos y tiros de revólver, tan inútiles éstos como aquéllos. Me dejé caer en mi sillón, mirando cómo el malvado desaparecía al extremo de la avenida. Después me rodearon mis amigos y perdí el conocimiento.

A su vez doña Paula guardó silencio y ocultó su rostro lloroso entre las manos. Transcurrieron algunos instantes. ¿Tiene alguna queja de ? ¡Qué ha de tener! ¿Quién podrá tener queja de ti, mi cordera? Entonces, si es que ya no le gusto o no me quiere, ¿qué vamos a hacer?... Más vale que me desengañe a tiempo. ¡Oh! gritó doña Paula rompiendo de nuevo a sollozar.

De pronto sonaba un alarido de terror, prolongado, estridente, que parecía subir hasta el cielo; una exclamación miedosa y jadeante, que hacía ver miles de cabezas tendidas y pálidas por la emoción siguiendo la veloz carrera del toro, que le iba a los alcances a un hombre... hasta que se cortaba instantáneamente el grito, restableciéndose la calma. Había pasado el peligro.

Vendía la sidra á los taberneros de la Pola y Langreo y vendía también los sobrantes de la huerta. Hasta tenía tiempo y humor para cultivar un número crecido de flores que eran el asombro y regocijo de las doncellas de Villoria. Al poner el pie en la plazoleta que había delante de la casa, dos perros salieron furiosos ladrando. ¡Quieto, Faón! ¡quieto, Safo! gritó el capitán.