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Actualizado: 6 de junio de 2025
El compañero de la pierna rota era llevado en alto por su mujer y su madre. El pobrecillo gemía de dolor a cada movimiento brusco, pero se tragaba las lágrimas y reía también como los otros, viendo que el cargamento se salvaba y pensando en aquel chasco que hacía reír a todos. Cuando los últimos fardos se perdieron en las calles de Torresalinas, comenzó la rapiña de la barca.
El extranjero, Martín y Bautista corrieron y se reunieron con las dos mujeres y con Joshé Cracasch. La ventaja que tenían era grande, pero las mujeres corrían poco; en cambio, la gente del cura en cuatro saltos se plantaría junto a ellos. ¡Vamos! ¡Animo! decía Martín . En una hora llegamos. No puedo gemía la señora . No puedo andar más.
María de la Luz, pasando repentinamente de la resistencia al desaliento, rompió a llorar, aumentándose sus gemidos y sus lágrimas conforme avanzaba Fermín en el relato de la desesperación amorosa del novio. ¡Ay, pobrecito! gemía la muchacha, olvidando todo disimulo. ¡Ay, mi Rafael de mi arma!... Se dulcificó la voz del hermano. Le quieres, ¿no lo ves? le quieres.
Y mientras el cochero corría a un ventorro inmediato, Luis intentó tranquilizar a su mujer. Vamos, Ernestina, serenidad. No es para tanto. Esto es ridículo. Pareces una niña. Pero ella aún gemía cuando llegó el cochero con una botella llena de agua. En la precipitación había olvidado el vaso. No importa, bebe. Ernestina cogió la botella y se levantó el velillo. Ahora la veía bien su marido.
Al llegar a las curvas, el viejo landó se torcía y rechinaba como si fuera a hacerse pedazos. La superiora y Catalina rezaban; el demandadero gemía en el fondo del coche. ¡Alto! ¡Alto! gritaron de nuevo. ¡Adelante, Bautista! ¡Adelante! dijo Martín, sacando la cabeza por la ventanilla. En aquel momento sonó un tiro, y una bala pasó silbando a poca distancia.
Mientras, Ojeda, desde el mirador de proa, contemplaba la muchedumbre aglomerada en las bordas, ansiosa de ver cuanto antes la deseada ciudad. Una mujer, alborotado el pelo y enrojecidos los ojos, gemía a un lado del combés.
El campo se estremecía voluptuosamente bajo la luz de la luna; y ellos, jóvenes, sintiendo el revoloteo del amor en torno de sus cabellos estremecidos hasta la raíz, ¿qué hacían allí, ciegos ante la hermosura de la noche, sordos al infinito beso que resonaba en torno de sus cabezas? ¡Leonora! ¡Leonora! gemía Rafael.
Freya gemía con los ojos cerrados, sin salir de su inercia. El marino, ceñudo, ajado por la cólera, con una fealdad trágica, siguió inmóvil, mirando torvamente á la hembra caída. Estaba satisfecho de su brutalidad; había sido un desahogo oportuno; respiraba mejor. Al mismo tiempo sentía vergüenza. «¿Qué has hecho, cobarde?...» Por primera vez en su existencia había pegado á una mujer.
Documentos escritos por ella misma, con una culpabilidad irrefutable, habían venido á unirse á su proceso, sin que nadie supiese de dónde eran enviados ni por quién. Cada vez que el juez instructor ponía ante los ojos de Freya una de estas pruebas, ella miraba á su abogado desesperadamente. ¡Son ellos! gemía . ¡Ellos, que desean mi muerte! El defensor era de la misma opinión.
Envuelto en mi manta me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude, con la deliciosa seguridad de no molestar a nadie. El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones estaban a largas distancias; la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia.
Palabra del Dia
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