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Actualizado: 15 de junio de 2025
Sus dedos, deslizándose sobre el cuero cabelludo, estremecido aún por el roce mortal, tropezaron con dos agujeros de la pared, semejantes a pequeños embudos, que guardaban una sensación de calor. Las dos balas le habían rozado, yendo a clavarse en el muro a una distancia casi imperceptible de su cabeza.
Descanse usted dijo con dulcísima voz Artegui, hablando blandamente, como se habla a los niños . Apoye usted la cabeza en el almohadón... ¿Quiere usted té..., alguna cosa? ¿Se siente usted mejor? No, descansar, descansar. Así... así... Lucía cerró los ojos, y recostándose en el diván, calló. Artegui la miraba ansioso, dilatadas las pupilas, y estremecido aún de sorpresa y de asombro.
Le inspiraba miedo la hermosura de esta mujer; estaba estremecido aún por el contacto de las firmes redondeces que acababa de rozar durante la corta lucha. Su virtud soñolienta había sufrido el tormento de una resurrección sin objeto. «¡Ah, no!... Que se encargasen otros de expulsarla.»
Siempre le había fascinado aquel coro del convento de San Bernardo, donde la media luz que penetraba por las altas claraboyas dormía con místico sosiego sobre los sillones de roble. ¡Cuántas veces, viendo cruzar una figura blanca y silenciosa y sentarse allá en el fondo, se había estremecido! Era un temblor dulce, voluptuoso, que le hacía apetecer con ansia la entrada en aquel fantástico recinto.
Decíale los coloquios diarios de aquella santa mujer con el Señor, y cómo, en medio de la oración, el aliento celestial la tocaba de pronto, levantando su cuerpo a varios palmos del suelo. Aquellas cosas eran contadas por la madre con un acento estremecido que derramaba en la noche como sagrado y temeroso aroma de santidad. Durante la mayor parte del día se le abandonaba a su albedrío.
Le he estado observando desde allí, temblaba, temblaba estremecido de deseo... sus ojos devoraban tus ojos, se fijaban en tu cuello, en tu seno... sufría... está loco por ti... no te ama... tiene hambre de ti y nada más. ¡Eso es mentira! ¡Pobre loca! porque ella le ama, porque le ama con toda su alma, cree que él... ¡él! lo más puro que él siente por ti, es lástima... y eso es humillante...
El capote de soldado que le cubre parece aumentar la expresión trágica de aquella figura gigante y mendiga. Don Pedrito retrocede estremecido, y arroja el bordón lejos de sí. Detrás del pobre está la sombra de Doña María. ¡Ten tu cruz, hermano! Gracias, noble señor. ¿Tú no sabes dónde hallaré yo la mía?
Comenzó a reír el viejo, echando atrás la silla para que su vientre estremecido por la ruidosa carcajada, no chocase con el borde de la mesa. ¿También tú la has visto? dijo entre los estertores de su risa. Pues señor, ¡que ciudad esta! Llegó anteayer, y todos la han visto ya, y no hablan de otra cosa. Tú eres el único que faltaba a preguntarme... ¡Jo! ¡jo! ¡jo! ¡Pero qué ciudad esta!
Quilito se había estremecido, porque parecióle que las ruedas le pasaban por encima, triturándole los huesos... De pronto, Agapo, que se calentaba a la lumbre, volviéndose de lado y de frente, para repartir el calorcito equitativamente, preguntó: ¡Ah! dime... bien decía yo que tenía algo que preguntarte y no caía qué cosa era... hoy debe haber ocurrido algo muy grave, muy extraordinario, en tu casa.
¿Sabes cuál es...? ¡Escúchame un momento! con voz muy queda lo diré a tu oído, que no lo pueda oir el mismo viento que, al refrescar tu frente con su aliento, palpita de placer estremecido. Es muy pobre, muy pobre... casi nada, es más bien la fineza de un mendigo: una joya sin brillo, desgastada, que, por cobrar su luz en tu mirada, te la ofrece el afecto de un amigo.
Palabra del Dia
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