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Actualizado: 15 de julio de 2025


He aquí las flores. »¿Cómo se llaman? Los derechos del pueblo.» Y á lo mejor, cuando el lector estaba más descuidado, les soltaba ésta: «He ahí al tirano. ¡Maldito sea! »Aplicad el oído y decidme de dónde viene ese rumor vago, confuso, extraño. »Posad la mano en la tierra y decidme, por qué se ha estremecido. »Es el hijo del Hombre que avanza, decidido á recobrar su primogenitura.

Yo me he estremecido con una involuntaria alegría al pensar que me amaba lo bastante para compadecerme, y después he lamentado amargamente el haberla disgustado por un motivo tan poco fundado, porque yo mismo me vería bien embarazado si quisiera explicarme lo que ella llama mi dolor. ¡Creerás que ella ha supuesto que el amor... el amor! ¡miserables ilusiones de niño de las que yo tantas veces he reconocido la frivolidad!... ¡el amor! ¡Ah! sin duda, yo amo a las mujeres en sus brillantes armonías con la naturaleza, como una de las obras más encantadoras, como uno de los más seductores ornatos de la creación; las amo como a las flores, como amaría a criaturas animadas y pensantes que tuvieran, en el desarrollo de sus ideas y de sus sentimientos, la gracia y la delicadeza de las flores.

Me visteis ya al borde de los precipicios, junto á las cascadas, al pie de los torrentes: he pasado horas enteras sobre el musgo de una roca oyendo el murmullo de las aguas y contemplando el tenebroso fondo del abismo. Me he detenido involuntariamente al cruzar un bosque de abetos; me he estremecido sin querer al pasar por un bosque de pinos.

Caminaba con las manos en los bolsillos, el cuello de la chaqueta levantado y el sombrero sobre las cejas, chorreando agua por todos los extremos de su traje, encogiéndose estremecido de frío, sin una manta como su camarada. Pero, a pesar de esto, marchaba sin precipitación como si no le molestasen la lluvia y el viento que combatían su débil persona.

Hízola una fría reverencia y se fue, estremecido de espanto al considerar que quizás había arrojado todo el rico tesoro de sus cuitas en un hediondo basurero. Leticia le siguió con la vista; y si el pobre mozo hubiera vuelto la suya entonces, más grandes habrían sido sus terrores al leer lo que expresaban los ojos y el continente de su afectuosa consejera.

Se había estremecido, sobre todo, al advertir la ventana por la cual su capitán había caído al mar, como todos sabemos. Melia le miraba con dolor: después se aproximó tímidamente, se arrodilló tomando una de sus manos que él le abandonó y le dijo: Kernok, ¿qué tiene usted?, su mano arde.

Palabra del Dia

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