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Confinado á un extremo de la población y sin objeto ya para las faenas diarias del comercio, era el basurero, digámoslo así, del Muelle nuevo y el cementerio de sus despojos.

Si yo apreciaba todo el valer de don Paco, aún no le amaba de amor. ¿Podía yo abusar entonces de su caballerosidad y tomarle por marido y por escudo, arrastrándole conmigo al basurero en que todos los del lugar me habían echado?

Lo que ella quiere es lucirse, y como vea ocasiones de lucimiento, es un oro. Cuando menos hay que hacer es cuando la pega. Me la traje a casa hecha una salvajita, y poco a poco le he ido quitando mañas. Era golosa, y siempre que iba a la tienda por algo, lo había de catar. ¿Creerás que se comía los fideos crudos?... La recogí de un basurero de Cuatro Caminos, hambrienta, cubierta de andrajos.

Hízola una fría reverencia y se fue, estremecido de espanto al considerar que quizás había arrojado todo el rico tesoro de sus cuitas en un hediondo basurero. Leticia le siguió con la vista; y si el pobre mozo hubiera vuelto la suya entonces, más grandes habrían sido sus terrores al leer lo que expresaban los ojos y el continente de su afectuosa consejera.

Hizo propósito de lavar las puertas y aun de pintarlas, y de adecentar aquel basurero lo más posible, sin perjuicio de buscar casa más a la moderna, quisiera o no Segunda vivir en su compañía. El gabinetito que ella había de ocupar tenía, como la sala, una gran reja para la Plaza Mayor.

Este gran basurero continuaba embalsamando el aire y recreando la vista hasta el día en que habían de celebrarse fiestas de toros ó cañas ó con motivo del paso de alguna procesión, por manera que meses enteros gozaban los vecinos del lugar ó los transeuntes, de tan recreativo y limpio espectáculo .

Desde que vivimos juntos... ¿Cómo? ; ese salvaje, ese canalla, ese asqueroso reptil, ese inmundo..., perdone usted, Sr. D. Augusto; me faltan palabras apropiadas... Para no cansar, ese basurero animado, la abandonó después de darle tantos golpes, que por poco la mata; después de cruzarle la cara... mire usted, por semejante parte, con un navajazo.

Ella sintió crecer aquel desconsuelo que la oprimía y la angustiaba y le producía una irritación sorda, una amarga iracundia, que la llevaba a escarbar llena de saña en el basurero de su vida, buscando y enumerando las vergüenzas públicas, las inmundicias de todos conocidas, que le había tolerado, consentido y hasta aplaudido como amables pequeñeces aquel mismo Madrid que ahora le volvía la espalda, para arrojárselas a la cara, gritándole con muy buena lógica: «¿Acaso soy ahora peor que lo fui antes?... ¿Por ventura hace más fuerza en ti una calumnia anónima, levantada por pérfidos asesinos, que ese montón de lodo con que a todas horas te he salpicado el rostro?...».

Un reloj dio la hora. Eran las tres de la tarde. Ya en la puerta que el Seminario tiene por la calle del Duque de Alba, los sicarios del lego formaban un grupo imponente, montón de humanidad digno de un basurero, en el cual brillaban aceros de navajas y burbujeaban blasfemias. Gritaron, golpeando la puerta. Tablas se presentó, quiso mandar; pero no le hicieron caso.

¡Qué pena, hermanos míos! ¡qué dolor! Estamos en plena Revolución; es decir, como Job en el basurero, llenos de toda suciedad. ¡Aquí es el rechinar de dientes y crujir de huesos!