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Actualizado: 26 de junio de 2025


Paréceme que su rostro Lleno de aljófares veo Por las mejillas de grana, Su honestidad defendiendo; Paréceme que la escucho ¡Lastimoso pensamiento! Y que el tirano la dice Mal escuchados requiebros; Paréceme que a sus ojos Los descogidos cabellos Haciendo están celosías Para no ver sus deseos. Déjame, Nuño, matar; Que todo el sentido pierdo. ¡Ay, que me muero de amor! ¡Ay, que me abraso de celos!

Me escuchó con muchísimo interés, reflejándose en su expresiva fisonomía los diversos afectos que iban agitando su espíritu: la indignación, la duda, la tristeza, la esperanza. Cuando cesé de hablar, me dijo con acento de convencimiento que estaba segura de que su señorita no había hecho aquello por maldad o coquetería. Conocía muy bien a su señorita: era bondadosa, campechana, caritativa.

El carpintero de a bordo estaba haciendo en aquellos momentos el cajón para Pachín Muiños. El mismo don Carmelo acababa de comunicarle la orden. Isidro no escuchó más. Nélida le hacía señas para marcharse. En medio de su entusiasmo por la popular recepción, experimentó la joven un sentimiento de menosprecio y asco hacia aquellas gentes.

Aun recuerdo algo del célebre drama romántico, aquello de doña Sol a Carlos V: «¡Callad, que me avergonzáis...! Don Carlos, entre los dos todo amorío es locura.... Mi padre su sangre pura vertió en la guerra por vos, y yo, que airada os escucho, soy, pese a furor tan loco, para esposa vuestra, poco, para dama vuestra, mucho

Un rumor triste, fatídico, que escuchó detrás de las paredes de su cuarto, le hizo levantar la cabeza y clavar los ojos atónitos en el vacío. ; no cabía duda; se la llevaban, se la llevaban. Don Mariano se arrojó de bruces sobre el sofá y hundió el rostro en los almohadones para reprimir los gritos. ¡Esposa mía! ¡Esposa de mi alma!... Te llevan..., te llevan para siempre... ¡Ay, qué horror!...

No temo ahora confesarlo, porque tengo la conciencia de ser tan adicto á ustedes, que habrán de perdonarme fácilmente un día mis debilidades aparentes. La señora de Freneuse escuchó con aire sombrío las explicaciones de Marenval.

Soy una mujer perdida, y no comprendo cómo vos, señor, podéis haberos enamorado de , como no he podido comprender nunca por qué de se enamoró don Hugo. Tenéis una hermosura maravillosa, doña Ana. Gracias, muchas gracias, señor, pero escuchadme todavía, que aún no he concluído. Os escucho.

La muchacha se puso encarnada y escuchó inmóvil, con los ojos bajos, pero respondió sin vacilar y con voz firme: , papá. Al siguiente día otro incidente. Era viernes, y Elena no comía. Interrogada por su padre, respondió que tenía costumbre de ayunar. Pues bien, querida niña le respondió Lacante, tienes que perder esa costumbre y conformarte con las mías, esto es lo justo.

Marenval escuchó atentamente al criado. Había conservado la paciencia necesaria en su antigua profesión para no violentar al cliente. Sabía muy bien que después los intentos y de las vacilaciones, los negocios se deciden, y esperaba un detalle imprevisto, una circunstancia nueva en el relato apasionado de Giraud.

Doña Blanca escuchó impasible, y al parecer muy sosegada, todo el sermón del buen fraile. Al ver que no seguía, dijo, después de un instante de silencio: Aun conviniendo en que casarse con un hombre de bien, lleno de afecto y de juicio, fuese una penitencia, fuese una cruz, Clarita la debiera llevar y resignarse.

Palabra del Dia

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