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Actualizado: 12 de junio de 2025


La verdad es que Dios debió decir: Crescite et multiplicamini... si os conviene, y si no, no. En fin, ¿para qué tengo el dinero? ¿me da la gana de quedar bien? ¡pues lo hago y San Seacabó! ¡Quién me dice a que luego, cuando ande yo rodando de juerga en juerga y de amorío en amorío, no me la encuentro y reanudamos por unos días! ¡También somos burros los hombres!

Debía recorrer a menudo el arrabal de Santiago, introduciéndose en los patios, en las posadas, en los bodegones, hasta sorprender alguna plática reveladora. Era preciso hallar, cuanto antes, el rastro, y caer de sorpresa, en flagrante conspiración, aunque se arriesgase la vida. Terminó con estas palabras: Alguien opina que, a fin de no ser sospechado, conviene simular un amorío.

Aun recuerdo algo del célebre drama romántico, aquello de doña Sol a Carlos V: «¡Callad, que me avergonzáis...! Don Carlos, entre los dos todo amorío es locura.... Mi padre su sangre pura vertió en la guerra por vos, y yo, que airada os escucho, soy, pese a furor tan loco, para esposa vuestra, poco, para dama vuestra, mucho

Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A fines de Agosto, habló un día definitivamente a su hijo: Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto? Porque no te dignas decirme una palabra.

Ramiro recordaba que su madre, no habiendo visto nunca una cacería, se desmayó; y parecíale ahora que aquel cazador misterioso no era otro que el personaje que acababa de ofrecerle, en el figón, su vaso de acero y de oro purpúreo. ¿A qué pensar en esto? se dijo por último. Lo que importa es que estos perros sospechan y buscan el modo de librarse de . ¡Un amorío!

Advierta vuesamerced agregó que debe ser de harta limpieza de sangre, de mucha religión, de mucho ardid y denuedo, y joven, cuanto posible, de suerte que sus idas y venidas puedan achacarse a un amorío, por ejemplo. El lectoral comenzó a estrujarse el labio inferior, como si buscara arrancarse por aquel medio el nombre propio que convenía.

Y acaso, ¿no era dado esperar que aquella mujer le transmitiese, entre una y otra caricia, el secreto que buscaba? ¡Ah!, entonces que estaba seguro de la absolución del canónigo. «Pensad que lo haréis con un santo propósito.» ¿No eran éstas sus mismas palabras? ¿No se le había aconsejado que buscara un amorío para facilitar su comisión? Volvió a la casa del arrabal, no una vez, sino muchas.

Lo grave era que don Juan comprendía, no sólo que le agradaba la posesión y goce de los encantos de Cristeta, sino que también le cautivaba su trato, carácter y conversación, y esto es lo más peligroso que respecto de la mujer puede acontecerle a uno. Luego se imponía el rompimiento. El gusto que de ella y con ella recibía, no era razón para perpetuar el amorío.

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