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Actualizado: 16 de junio de 2025
Divès se había separado del convoy y avanzaba, cabalgando sobre un hermoso caballo. ¿Eres tú, Juan Claudio? Sí, Marcos, yo soy. Allí tengo preparados varios miles de cartuchos. Hexe-Baizel trabaja noche y día. ¡Bien! ¡Bien! Sí, amigo mío. Y Catalina Lefèvre, por su parte, trae víveres; ayer ha hecho matanza... Está bien, Marcos; tendremos necesidad de todo eso. La batalla se acerca.
En fin, esta es mi idea. ¿Qué te parece? Divès miró atentamente a Hullin, cuya vista fija y sombría le inquietaba. Dime, ¿no crees que esto puede ser una solución? Es una idea dijo por último Juan Claudio . No me opongo a ella. Y mirando a su vez al contrabandista frente a frente, le preguntó: ¿Me juras hacer todo lo posible por entrar en la plaza?
Al principio, cuando yo tenía que entrar aquí con esos barrilillos a la espalda, sudaba la gota gorda; pero ahora ya me he acostumbrado. ¿Y si se te escurriera un pie? Pues nada; se acabaría todo. Lo mismo da morir ensartado en un abeto que toser durante semanas y meses tendido en un jergón. En tal momento, Divès iluminaba con la linterna las pilas de barriles, que llegaban hasta la bóveda.
Luego, Divès, volviéndose hacia la tropa de reserva, compuesta de cincuenta rudos montañeses, y señalando la meseta con el sable, les dijo: ¿Veis aquello, muchachos? Nuestro tiene que ser. Los de Dagsburgo no podrán decir que tienen más valor que los del Sarre. ¡Adelante! Y la tropa, enardecida, se puso en marcha, flanqueando el barranco. Hullin, muy pálido, gritó: ¡A la bayoneta!
Siguieron marchando en silencio los expedicionarios hasta llegar a la terraza, donde comenzaba la bóveda, y allí respiraron libremente. En medio del paisaje vieron a los contrabandistas Brenn, Pfeifer y Toubac, con sus amplias capas grises y sus sombreros de fieltro negro, sentados alrededor de una hoguera que se extendía a lo largo de la peña. Marcos Divès les dijo: ¡Aquí estamos!
Unos a otros se miraban, se besaban, y cada vez que llegaba algún vecino de Abreschwiller, de Dagsburgo o de San Quirino se repetían tales manifestaciones de afecto. Marcos Divès se vio obligado a contar más de veinte veces la historia de su ida a Falsburgo.
Juan Claudio y Marcos Divès se conocían desde la infancia; juntos habían ido a coger nidos de gavilanes y mochuelos, y desde entonces continuaban viéndose casi todas las semanas, por lo menos una vez, en la fábrica de aserrar del Valtin.
El caballo se paró en firme, aculándose sobre los corvejones y arrojando espuma y sangre por la boca, pues había chocado con una encina. A pesar de lo rápida que fue la caída, Luisa había visto algunas sombras pasar como el viento detrás del seto, y había oído una voz terrible, la voz de Marcos Divès, que gritaba: «¡Adelante! ¡Atravesadlos!»
Marcos Divès recibió a quemarropa dos pistoletazos, uno de los cuales le cubrió de humo la mejilla izquierda y el otro le arrebató el sombrero; pero al mismo tiempo, el contrabandista, encorvándose sobre la silla y alargando el brazo, atravesó al corpulento oficial de los bigotes rubios y le clavó a uno de los cañones.
Como de lo que se trataba en primer lugar era de procurarse pólvora, Catalina Lefèvre había puesto naturalmente los ojos en Marcos Divès, el contrabandista, y en su virtuosa esposa Hexe-Baizel.
Palabra del Dia
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