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Actualizado: 16 de junio de 2025
Estaban sentados alrededor de una mesa, alumbrada por una lámpara de metal, el doctor Lorquin, a cuyo lado olfateaba su enorme perro Plutón; Jerónimo, en el ángulo de una ventana, a la derecha; Hullin, intensamente pálido, a la izquierda; Marcos Divès, con el codo apoyado en la mesa y la mano en la mejilla, se hallaba de espaldas a la puerta, destacándose sólo su obscura silueta y una de las puntas de su bigote.
Vais ahora mismo a llevar la gran noticia a los compañeros. ¡Materne, mucho cuidado! Al menor movimiento no dejes de avisarme. Se acercaron todos a la casa, y Juan Claudio, al pasar, vio la tropa de reserva, y a Marcos Divès montado a caballo en medio de sus hombres. El contrabandista se quejaba amargamente de permanecer con los brazos cruzados.
Enfrente se aparecían los cañones de Marcos Divès enfilados hacia el valle y dispuestos a hacer fuego en caso de un nuevo ataque. Todo había afortunadamente acabado. Y, sin embargo, ni un solo grito se elevaba de las trincheras; las pérdidas de los montañeses habían sido muy dolorosas en el último asalto.
Hubo un instante de silencio; después, con voz fuerte, Hullin prosiguió: Colon: vas a tomar el mando de los que queden, a excepción de los que forman la escolta de Catalina Lefèvre, que se quedarán conmigo. Irás a reunirte con Piorette, en el valle del Blanru, pasando por Dos Ríos. ¿Y las municiones? preguntó Marcos Divès. Yo he traído mi furgón dijo Jerónimo ; Colon puede utilizarlo.
Pero la vieja se agarraba con ambas manos a la maleza, y el viento no conseguía mas que agitar sus cabellos rojos. Habiendo observado Divès que la leña que allí almacenaba, al cubrirse de nieve y mojarse por la lluvia, daba más humo que llamas, techó la torre con un cobertizo de tablas.
Desde media noche hasta las seis de la mañana brilló, en medio de la obscuridad, una hoguera en la cumbre del Falkenstein, y toda la sierra se puso en movimiento. Los amigos de Hullin, de Marcos Divès y de la Lefèvre, calzando altas polainas y llevando sendos fusiles, se encaminaron, en el silencio de los bosques, hacia los puertos del Valtin.
Apenas hubo terminado el combate, cerca de las ocho, Marcos Divès, Gaspar y unos treinta guerrilleros subieron al Falkenstein con banastas llenas de víveres. ¡Qué espectáculo les esperaba allí! Todos los sitiados, tendidos en el suelo, parecían muertos. Por mucho que se les sacudía, por muy fuerte que se les gritaba en los oídos: «¡Juan Claudio!... ¡Catalina!... ¡Jerónimo!», no respondían.
Una gran multitud empujaba las ruedas, y pocos momentos faltaban para que los cañones alcanzasen lo alto de la meseta. Aquello fue como un rayo sobre la cabeza de Juan Claudio; se puso intensamente pálido, y le acometió un acceso de furor indescriptible contra Divès.
A las nueve, Marcos Divès se hallaba de camino hacia el Falkenstein con los prisioneros. A las diez, todos dormían en la alquería y en la meseta de la montaña, alrededor de las hogueras del vivaque. Sólo se interrumpía el silencio de tarde en tarde, por el ruido de los pasos de las rondas y por el «¿quién vive?» de los centinelas.
¡Vamos! ¡Pie a tierra! dijo Divès a sus hombres ; no hay que dormirse. ¡Aquí un cartucho! ¡Una bala! ¡Ahora, estopa! Nosotros somos los que vamos a limpiar el camino. ¡Cuidado! Los contrabandistas se colocaron en posición, y el fuego continuó contra los uniformes blancos con entusiasmo. Las balas atravesaban de una punta a otra las filas enemigas.
Palabra del Dia
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