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Actualizado: 16 de junio de 2025


El doctor Lorquin, Despois, Marcos Divès, Materne y sus dos hijos, gente toda de buen diente y de apetito magnífico, esperaban la cena con impaciencia. ¿Y nuestros heridos, doctor? preguntó Hullin al entrar. Todo está terminado, señor Juan Claudio. El trabajo que usted nos ha dado ha sido rudo, pero el tiempo es favorable y no son de temer las fiebres pútridas; todo se presenta bien.

Como usted quiera, mi pobre Duchêne respondió Catalina enternecida ; aquí tiene las llaves de la casa. Y el pobre anciano fue a sentarse al fondo del hogar, en un escabel, con los ojos fijos y la boca entreabierta, como perdido en un largo y doloroso desvarío. Emprendiose la marcha hacia el Falkenstein. Marcos Divès, a caballo, empuñando su largo espadón, constituía la retaguardia.

Pero si esto continúa, los austriacos estarán aquí antes de que tengamos un jefe. ¡, , Hullin! exclamaron Labarbe, Divès, Jerónimo y otros varios . ¡Vamos a votar en pro o en contra! Entonces Marcos Divès, encaramándose en los troncos, exclamó con voz de trueno: ¡Los que no quieran a Juan Claudio Hullin por jefe que levanten la mano! Ni una sola mano se levantó.

Diles que habrá pólvora y balas; que nos hallamos metidos en el asunto Catalina Lefèvre, yo, Marcos Divès, y todas las personas decentes de la comarca. Quédate tranquilo, Marcos; yo conozco a la gente. Entonces, hasta pronto. Los dos amigos se estrecharon fuertemente las manos. El contrabandista tomó el sendero de la derecha, hacia el Donon; Hullin, el sendero de la izquierda, hacia el Sarre.

Cerca de las cinco de la mañana, Kasper, el hijo de Materne, fue a decir a Hullin que Marcos Divès con un volquete lleno de cartuchos, Catalina Lefèvre en un carro y un destacamento de Labarbe acababan de llegar al mismo tiempo y que se hallaban en la meseta. Tal noticia causó a Hullin una viva alegría, sobre todo por lo que se refiere a los cartuchos, pues temía que llegasen tarde.

Centenares de hogueras brillaban en lo hondo de los desfiladeros, indicando que los alemanes preparaban la comida. Marcos Divès descendió por la hendedura a tientas. Hullin oyó durante algunos segundos los pasos de su camarada, y luego, muy pensativo, se dirigió hacia la vieja torre, en la que se había establecido el cuartel general.

No pensábamos en nada; todas las personas que veía me eran conocidas; estaba usted, estaba también Marcos Divès, el viejo Duchêne y muchos otros ancianos ya muertos; mi padre y el abuelo Hugo Rochart, del Harberg, el tío de éste que acaba de morir, todos con anguarinas de paño pardo, las barbas abundantes y el cuello descubierto.

Marcos dijo Hullin , perdóname; he dicho mal; ¡he sufrido tanto en estos días!; la desgracia me hace desconfiar; dame la mano... ¡Anda, ve, sálvanos, salva a Catalina, salva a mi hija! Desde ahora te lo digo: no tenemos más recurso que . La voz de Hullin temblaba. Divès aceptó aquellas explicaciones, pero añadió: ¡Bien está, Juan Claudio!

Media hora después, todos llegaron a la meseta de «El Encinar». Jerónimo de San Quirino se había retirado hacia la granja, y desde media noche ocupaba la meseta. ¿Quién vive? gritaron los centinelas al aproximarse la escolta del trineo. Somos nosotros, los de la aldea de Charmes, respondió Marcos Divès con voz tonante.

En tiempo del paso de los gansos silvestres, Marcos Divès se apostaba de ordinario allí, cuando no tenía otra cosa que hacer; y algunas veces, a la caída de la tarde, en el momento en que las bandadas llegaban hendiendo la bruma y describiendo un amplio círculo antes de posarse, el contrabandista mataba dos o tres de aquellas aves, lo cual alegraba mucho a Hexe-Baizel, que siempre se hallaba dispuesta a llevarlas al asador.

Palabra del Dia

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