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Actualizado: 6 de junio de 2025
Sentíale apoyado por todas sus amigas y creía la inocente de buena fe que si le despedía éstas se despedirían también y volvería a quedarse sola. ¡Buena gana tenían de hacerlo! Aquellas amiguitas la utilizaban lindamente. Comían bien en su casa, asistían al teatro en su palco, iban a paseo en sus coches y además de vez en cuando le tomaban algún dinero prestado.
Ojeda y Maltrana avanzaron entre el gentío casi tambaleándose, como embriagados por la sensación del suelo firme bajo sus plantas y el vaho que despedía caldeado por el sol. Un reloj señalaba las cuatro de la tarde. Junto a sus ojos revolotearon unas moscas pesadas y pegajosas, las primeras que salían a su encuentro en la nueva tierra.
Sentíase en los oídos un suave zumbido constante, a través del cual los ruidos llegaban amortiguados y confusos. La vista no gozaba siquiera la voluptuosidad de posarse en el agua, porque el río mismo despedía un aliento cálido.
También ella debía tomarlo, que bien lo necesitaba. Con las seguridades que dio el médico al siguiente día, se pusieron todos muy contentos. Oyéronse de nuevo risas en la casa, y el paciente mismo, recobrando sus ánimos, despedía chispas de impaciencia y vivacidad. «La semana que entra había dicho el doctor , le quitaremos a usted el trapo. Eso va muy bien.
Dentro del sobrecito, que despedía perfume penetrante, había una tarjeta y algunas hojas de rosa. La tarjeta decía: «Isabel de Montalvo, condesa del Padul», con corona encima. Al respaldo se leía en letra diminuta, pero clara: «Lo prometido es deuda.» Volví a encerrarla en el sobre con las hojas y se la entregué, altamente sorprendido, a Villa.
Un volcán de doce mil pies de elevación, tan grande como el Etna, despedía llamas. Nada de vegetación, ningún punto de reposo: sólo se ofreció á su vista una escarpada masa de granito donde ni la nieve se sostiene. No hay duda que aquello es la tierra. El Etna del polo, al que se dió el nombre de Erebus, allí queda con su columna de fuego para dar testimonio de este aserto.
Y con este epigrama de jugador, tiró su inútil pistola y retrocedió junto con su aprehensor. Hacía una noche calurosa por demás. El fresco vientecillo que de ordinario, al ponerse el sol, descendía por la empinada montaña de chaparros, fue aquella noche negado a Sandy-Bar. La estrecha cañada sofocaba con sus cálidos y resinosos olores, y la madera podrida en el Bar despedía exhalaciones fétidas.
Algunas veces, por desgracia, el príncipe ruso vestido con pieles finas o el noble escocés que lucía torneada y robusta pantorrilla con media de cuadros brillantes, se convertían de repente en un caballero enfermo del hígado, pálido, delgado, tocado con sombrero de jipijapa, que se despedía de la señora de sus pensamientos diciendo: «Adiosito.
La que había escrito aquellas líneas tan mesuradas, tan finamente irónicas, parecía bien determinada a persistir en su resolución; ni un arrebato que revelase cólera de celos, ni reproches exigiendo explicaciones, ni emplazamientos de ninguna clase. Evidentemente no le despedía con la secreta esperanza de atraerlo. Estaba sorprendido, y no comprendía aquel carácter de mujer.
Mientras se despedía de la doctora, agradeciendo con extremos corteses que le hubiese hecho conocer al capitán, éste sintió que Freya le apretaba la mano de modo significativo. Hasta la noche murmuró levemente, sin mover apenas los labios . Volveré tarde... Espérame. ¡Oh, dicha!... Los ojos, la sonrisa, la presión de la mano, decían para él mucho más.
Palabra del Dia
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