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Recordaba haberlo visto repetidas veces en su vida y, en ocasiones, había regresado a su casa preocupado con aquel encontradizo, que se cruzaba con él, tan a menudo, en las puertas de la ciudad. ¿No sería el mismo personaje misterioso que había dado muerte al jabalí, en aquella partida de caza?...

Los más soliviantados liberales de Vetusta que hablaban de anarquía y de quemarlo todo, temblaban ante la voz de un ujier de la Sala de lo Criminal que gritaba porque un testigo cruzaba las piernas: ¡Guarden ceremonia! La aristocracia, la primera, opinó que Anita hacía una boda loca. La hizo. Don Frutos se volvió a Matanzas, prometiendo volver vengado, es decir, con muchos más millones.

Al llegar a la calle anduvo muy callada, con los ojos bajos, echando de menos la protectora sombra del negro velo de su manto de encaje, que le cubría las mejillas, dándole tan modesto porte, cuando en León cruzaba bajo las bóvedas medio derruidas y llenas de andamiaje de la catedral.

Al sentarse, cruzaba la pierna para lucir la calza de seda y la hebilla de oro del zapato. Sus blancas manos regordetas parecían de mujer; pero los ojos aguileños y fuertes y la bronca voz, cuyos tonos profundos comunicaban su vibración a los objetos convecinos, denotaban hombría y reciedumbre. Sus breviarios ostentaban en la cubierta las armas de los Mendozas.

María Luisa, ¿sabes dónde han ido los señores esta noche? El portero escuchó lo que le respondían y colgando la boquilla dijo: Los señores tenían tomado un palco en el teatro de Apolo. Allí deben de estar. Tristán subió de nuevo al coche dando estas señas. Cuando cruzaba por la Puerta del Sol sonaban en el reloj del ministerio de la Gobernación las diez.

Aquella línea que fijaba nítidamente un límite visible entre la sombra y la luz, cruzaba por la imaginación de la «Pampita» como un símbolo. ¿Si sucederá lo mismo en la vida? pensaba. ¿Si habrá también en nuestra existencia una línea como esa que estoy viendo por primera vez?

La plaza de Nieva estaba como en la primer noche en que la vimos, obscura y sembrada de charcos de agua donde se reflejaban tristemente los rayos de los faroles de petróleo que ardían en las esquinas. Ni un alma la cruzaba aquella noche. En vano se sacaba los ojos por penetrar las tinieblas de los soportales.

Todos eran hijos de marinos, y sin embargo se habían emancipado del mar. En tierra firme estaban los negocios. Sólo las cabezas locas podían pensar en barcos y aventuras. El Tritón sonreía humildemente ante estas alusiones y cruzaba miradas con su sobrino. Un secreto existía entre los dos. Ulises, que terminaba su bachillerato, asistía al mismo tiempo en el Instituto á los cursos de pilotaje.

Y escudados con esto los traían y los llevaban, los barajaban que era una bendición. No les dejaban hueso sano. Folgueras, a quien también insultaban en El Joven Sarriense, se había encontrado con Gabino Maza, y le descargó un bastonazo sobre la cabeza. Maza lo devolvió con creces. Repitió Folgueras. Vino en ayuda de éste un cajista que por allí cruzaba, y de aquél su cuñado.

La cantidad que se cruzaba era insignificante: al cabo de unas cuantas horas las ganancias ó las pérdidas sumaban cuatro ó cinco pesetas. Pero ambos presumían de consumados jugadores y lo eran en efecto. Las fuerzas se hallaban tan equilibradas que si el militar ganaba un día era casi seguro que al siguiente el clérigo llevaría la ventaja.