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Actualizado: 26 de junio de 2025


En la última de Julio anunció el oculista a su cliente que se marchaba a principios de Agosto a dar una vuelta por Alemania. «Pero ya no necesita usted que yo lo vea. Le doy de alta, y por lo que pueda ocurrir, uno de mis ayudantes pasará por aquí tres o cuatro veces mientras yo esté fuera». Bringas oyó con júbilo esta despedida del concienzudo médico, indicio cierto de que el mal estaba vencido.

Su destino fue decidido durante el camino, mientras él cazaba moscas al lado del cochero. Mi querido cliente decía el doctor al millonario, es preciso que no perdáis nunca de vista a ese muchacho. Comprendo que le hayáis arrojado de vuestra casa, porque, a decir verdad, su trato no debe ser muy agradable; pero no debisteis alejarle tanto, ni pasar tanto tiempo sin procuraros noticias de él.

Como ambos tenemos sospechas de que se ha cometido un acto infame, pienso que puedo mostrársela ahora mismo, sin aguardar el entierro de mi infortunado cliente, y la lectura formal de su testamento.

Esa noche soñó con una porción de cosas bellas, y todas ellas tenían algo que ver con la hija del cliente de la melena. Llegó, por fin el día y con él la hora de oficina. Se hallaba en su escritorio, y sin embargo le parecía que no era cierto; le faltaba el aplomo; el corazón le latía. Paró un carruaje de repente: se puso de pie como movido por un resorte. ¡Ahí estaban, ella y él!

Los señores de la Jardye y Hermany contestaron con fría urbanidad, que no podía cuestionarse seriamente aquella transposición de papeles, en tan desgraciado asunto, y que la negativa persistente en reconocer los derechos de su cliente a su calidad de ofendido, equivalía por parte del señor de Lerne a una acusación de reparación, que no podía de ninguna manera entrar en sus intenciones.

El único mueble moderno que allí había era una poltrona de caoba, obsequio de algún cliente agradecido. En ella se arrellanaba el jurisperito con gravedad de obispo en misa pontifical. Cerca de la ventana, sobre un tapete empalidecido, dos «butaques» medellineros, de cuero resobado y lustroso, y un gran sillón, incomparable para dormir la siesta.

Seguía visitando la casa con mucha frecuencia, pero siempre a la hora de costumbre, que rara vez alteraba por más que doña Gertrudis le moliese muchos días a recados, suplicándole se personase acto continuo en su alcoba. Don Máximo concluyó por despreciar profundamente las enfermedades de su noble cliente, y calificarlas públicamente en la botica adonde solía asistir de cajigalinas de mujeres.

Luego se encaminaron a tientas a una butaca, pero no se habían sentado aún, cuando en una de las puertas interiores apareció el respetable cliente con una vela en la mano y seguido de dos testigos. La inocente muchacha aprovechó la confusión para hacerse humo.

Una persona que no conozco, como ya he dicho, cuyo nombre, en verdad, nunca se lo mencionar a mi cliente. Cuando hice el testamento, no hizo más que dictármelo para que yo lo escribiese. ¡Pero eso es absurdo! exclamé. Ciertamente que no es posible permita usted que un extranjero desconocido, que bien puede ser un aventurero por todo lo que sabemos, tenga completo contralor sobre sus bienes.

Le prometió, sin embargo, que la ganaría con costas y aun que haría encarcelar a la parte contraria. ¡Con qué ansia esperó el día próximo! ¡Imagínenlo los que puedan, no olvidando que se trataba de su primer cliente, y de una muchacha de quince años, que tenía unos ojos más alegres que un informe in vote 36 de cualquier abogadillo ramplón !

Palabra del Dia

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