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Actualizado: 26 de septiembre de 2025


Voy a buscar otro más humano, ¿no le parece? ¡Claro! ¡Le dejo la prenda y le pago treinta pesos cuanto más! ¡Es natural!... ¡Vea, si no se ofende..., ocúpeme con confianza!... ¿Qué diablos, para qué son los amigos? Y cierran el trato. A los dos días se presenta el cliente con un amigo que va a comprar la prenda en setecientos pesos y quiere verla.

Cuando quería demostrar algo con textos ajenos y no los hallaba a mano, valíase del ilustre Murfinos, de la Academia de Noruega, de Max Stradivarius, célebre catedrático de la Universidad de Gottinga, y otros sociólogos no menos fantásticos, inventados por él para deslumbrar a su cliente. Al fin, él no había de firmar la obra.

Quería parir con el milagroso comadrón popular, a quien jamás se le moría ninguna cliente. Damas y mujeres del pueblo tenían más fe en aquel hombre que en San Ramón. Las que morían, morían siempre en poder de los tocólogos sin prestigio sobrenatural. El comadrón insigne sabía llamar a tiempo a sus colegas.

Después de permanecer inmóvil algunos instantes examinando con atención el rostro desencajado de su cliente, dijo poniéndole una mano en el hombro: ¿Es la primera vez que viene usted a esta consulta? , señor. Bien; diga usted.

Cuando hubieron dado juntos algunos pasos añadió el doctor: ¡Cómo, mi linda cliente! ¡Supongo que no tiene usted la intención de estropear mi obra! ¿Qué diablo viene usted a hacer aquí? ¿Qué carta es ésa, pues contestó la viuda ingenuamente , que ha escrito usted al duque? ¡Ah, ya comprendo! Con efecto, pasamos una semana difícil; pero el buen tiempo ha reaparecido.

Palabra del Dia

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