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Actualizado: 17 de junio de 2025


¡Rezad á Dios por el alma de un difunto! exclamó con voz concentrada el bufón ¡rogad á Dios! cocinero de su majestad. ¡Cosme Aldaba! exclamó Montiño, y cayó de rodillas y con las manos juntas á los pies del bufón. «Un clavo saca otro clavo», se dice vulgarmente. Un nuevo terror disipó el anterior terror de Montiño.

Cuando los dos primitos pisaron el comedor, levantó la cabeza y les clavó una intensa mirada escrutadora, que ellos por tácito acuerdo fingieron no advertir. Mas contra lo que esperaban, en vez de convertirla de nuevo a la labor, siguió cada vez más fija y más escrutadora sobre ellos, hasta el punto de turbarlos.

Caracterizábale una libertad grosera en el hablar, un desprecio cínico hacia las personas, aun las más respetables, y una ignorancia que rayaba en lo inverosímil. Sus chistes eran de lo más burdo y soez que es posible tolerar entre personas decentes. Alguna vez daba en el clavo, esto es, tenía alguna ocurrencia feliz; mas, por regla general, sus chuscadas eran pura y lisamente desvergüenzas.

Puso Méndez su canoa a monte, le echó una quilla postiza, la dio de brea y sebo, clavó en la proa y la popa algunas tablas para que no se entrase el mar, como lo haría siendo rasa, montó un mástil con su vela y metió los mantenimientos necesarios para él, otro cristiano y seis indios, pues la canoa sólo podía cargar ocho personas.

Era el pobre Miguel que, después de haber trabajado como un héroe para contener la risa, poniéndose colorado como un pimiento, había reventado al fin, con gran dolor de su alma. Su tío le clavó una mirada capaz de dejarle seco en el acto; los demás le miraron también severamente y con asombro; nadie dijo nada, sin embargo.

Y, sin vacilar, con arranque feroz, alzó el puñal con la otra y clavó de un golpe ambas sobre la mesa. Las mujeres lanzaron un grito de terror. Los hombres nos precipitamos a socorrerlos. Algunos salieron en busca de auxilio. En un instante llenose nuestro cenador de gente. De las heridas brotaban abundantes chorros de sangre, que manchaban los pañuelos que les aplicábamos.

La presencia de don Marcos con una espada en cada mano turbó sus reflexiones y paseos, dejándolos inmóviles. El coronel miró al cielo, luego dió varios pasos en distintas direcciones, para evitar que uno de los contendientes quedase colocado frente al sol. Finalmente clavó en tierra con fiereza una de sus espadas.

Ruperta tomó la alpargata. Y el instrumento de muerte, terrible a los coleópteros en manos de aquel hombre, volvió a reposar suspendido en el clavo tradicional. Las horas pasaban lentas en el insomnio, rebelde al cansancio.

Bueno... habla, mas sea lo que sea aquello que vas a decirme, no alteraré en un punto mi resolución... Entonces, te encuentras decidida a causar la desdicha de un dignísimo caballero... Me refiero al marqués de Pierrepont, quien denodadamente pide tu mano. Beatriz clavó en los ojos de su amiga una mirada fija, extraña, sombría, mezcla de sorpresa y desvarío. ¡Dios mío! balbució en sorda voz.

Este es el clavo, mi señor don Alejandro; éste es mi mate día y noche. ¿Cuál es nuestro delito? Sépale yo, sépale mi hijo, para la debida reparación, eso es; porque de otro modo, ¿de qué vale el buen deseo, caray? ¿de qué la voluntad mejor dispuesta? De nada, mi señor don Alejandro, de nada, ¡caray! de nada.

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