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Actualizado: 8 de junio de 2025
Un coche de plaza sin número esperaba a la puerta: el cochero tenía la cara cubierta con un pañuelo. Crecido número de guardias de orden público se hallaba distribuido en el concurso, y un piquete de soldados, con los fusiles en «su lugar descanso», ceñía la fachada del siniestro caserón, contemplando con ojos distraídos el hervor de aquel mar de cabezas humanas.
Un día le avisaron para llevar el Viático a un caserío próximo a la villa. Como era preciso caminar algún tiempo a campo traviesa, fue sin campanilla ni convocar a los fieles. Salió solo con el sacristán, la bolsa de los corporales colgada al cuello y en ella la Sagrada Forma. El camino ceñía a trechos la orilla de la mar. Fascinado como siempre por la inmensidad del océano, distrajo su atención del misterio inefable que llevaba sobre su pecho, dejó de balbucir oraciones y entregó su pensamiento a las mismas meditaciones que noche y día le embargaban hacía tiempo. Los rayos del sol desparramados sobre los cristales del agua le impulsaron a considerar la acción suprema, omnipotente de este astro sobre la vida terrestre.
Era una joven de diez y ocho a veinte años, de regular estatura, rostro ovalado de un moreno pálido, nariz levemente hundida pero delicada, dientes blancos y apretados, y ojos, como ya he dicho, negros, de un negro intenso, aterciopelado, bordados de largas pestañas y un leve círculo azulado. Los cabellos no se veían, porque la toca le ceñía enteramente la frente.
Mientras Robledo, vuelto á su vivienda, daba prisa al servidor español para que le preparase su caballo y se ceñía el revólver con una canana llena de cartuchos, envió aviso á los capataces de sus obras que vivían cerca y tenían armas. Además, pidió al dueño del boliche un magnífico rifle americano que guardaba oculto debajo de su mostrador.
Ana empezó a hacerse cargo del drama en el momento en que Perales decía con un desdén gracioso y elegante: Son pláticas de familia de las que nunca hice caso... Era el cómico alto, rubio aquella noche flexible, elegante y suelto, lucía buena pierna, y le sentaba de perlas el traje fantástico, con pretensiones de arqueológico, que ceñía su figura esbelta.
Por esto quería rezar. ¡La pobre joven encontraba a bordo tan pocas ocasiones de elevar su alma al Ser Supremo! Para rezar, se arrodilló y volvió involuntariamente los ojos hacia la línea vaporosa y azulada que ceñía el horizonte; pero no rezó.
Conociendo entonces que era imposible acabar con él si no recurría a una estratajema, se apartó un buen trecho de su contrario, se desató rápidamente una larga y fuerte faja de seda que le ceñía el talle, hizo con ella, sin ser notado, un lazo escurridizo, y revolviendo sobre el Príncipe con inaudita velocidad, le echó al cuello el lazo, y siguió con su caballo a todo correr, haciendo caer al Príncipe y arrastrándole en la carrera.
Seguía a los tres un personaje de cuerpo agigantado, amantado, no que vestido, con una negrísima loba, cuya falda era asimismo desaforada de grande. Por encima de la loba le ceñía y atravesaba un ancho tahelí, también negro, de quien pendía un desmesurado alfanje de guarniciones y vaina negra.
Lucía quiso hablar; pero parecíale que un dogal muy suave, de seda, se ceñía a su garganta, estrangulándola cada vez más. De improviso la soltó Artegui; ella respiró, adosándose a la pared, aturdida.... Cuando miró en torno, no estaba en la habitación sino Gonzalvo, que leía entre dientes el telegrama, olvidado por su dueño sobre la mesa.
Ella introdujo los dedos por bajo el vestido y desató un listoncillo de seda azul que le ceñía al pecho la limpia camisa. Tiró de él y la sacó de la jareta, calada y bordada, trabajo primoroso de su diestra mano. Cortó, por último, con las tijeras un buen pedazo del listoncillo y se lo puso a don Paco en el ojal del chaquetón, afirmándolo con una lazada.
Palabra del Dia
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