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En el entreacto, el vizconde de Goivoformoso y Juan Maury, que estaban en butacas contiguas, subieron juntos a visitar a Rafaela. Muy impresionado estaba el vizconde, así por el canto como por la acción y la mímica de la Stolz, pero casi le borró aquella impresión una sorpresa que D. Joaquín, sin pensarlo ni quererlo, acertó a dar a él, y también a Juan Maury y a Rafaela.

Los patios de nuestros teatros, tan bulliciosos, tan variados, tan bellos, no tienen en este notable edificio un lugar que se le parezca. En vez de butacas, hay banquillos mezquinos y espesos. Las señoras no tienen allí entrada; de modo, que no se alcanza á ver sino un grupo uniforme, silencioso, triste.

Por fin quiso Dios misericordioso que las Samaniegas se marcharan; pero no habían pasado diez minutos cuando entró D. Evaristo, con su criado, que le sostenía por el brazo derecho, y Fortunata le condujo hasta la sala en una de cuyas butacas se sentó el anciano pesadamente. «¿Doña Lupe...?». No hay nadie dijo ella, lo que significaba: estoy sola, puede usted hablar con libertad.

Juanito, contagiado por el ardor de pelea que reinaba en las alturas, sentía tentaciones de gritar que aquello era fastidioso y lo de los cinco mil francos un robo; pero callaba, por miedo a los energúmenos artísticos, y consolábase mirando abajo las rojas filas de butacas, donde se destacaban los lindos sombreros de sus hermanas y la majestuosa capota de mamá.

Otras veces, la mancha negra surge de improviso detrás de las butacas, se arrastra lentamente por la alfombra y va á ocultarse entre los pliegues de las cortinas. Otras, baja por el cañón de la chimenea un zumbido, aunque leve, extraño por demás y medroso.

Después de sentada, y cuando ella se iba haciendo cargo de lo que tenía delante, la admiración persistía; en vano los coristas, que estaban solos en escena, como los gallegos del cuento, mal presididos por un partiquino, que sólo se distinguía por unas botas de fingida gamuza y por desafinar más que todos juntos, en vano gritaban como energúmenos; el público distinguido de butacas y palcos atendía el espectáculo civil que le ofrecía Emma; los abonados de las faltriqueras, que no veían la sala sin echar el cuerpo fuera del antepecho, se asomaban por grupos para ver a la de Reyes, y los de la faltriquera de la tertulia de Cascos saludaron a Bonis y a su señora; el brigadier comandante general de la provincia estaba entre ellos, y también inclinó la cabeza.

El mismo arquitecto de la Opera de París había repetido su abrumadora ostentosidad en esta sala: oro por todas partes, molduras, cariátides, espejos inmensos. No había un palmo de pared que no fuese de estuco labrado y dorado. En el muro del fondo, sobre las filas de butacas que se elevaban en acentuado declive, había cinco palcos, los únicos: el del príncipe soberano y los de sus dignatarios.

He aquí lo que mis ojos han leído: «UN CHUSCO: Anoche, en el teatro Español, un chusco trató de dar una broma a nuestro distinguido compañero en la prensa don Antonio Azorín. Representábase el segundo acto de Reinar después de morir, cuando de una de las butacas, situadas junto a la que ocupaba el señor Azorín, se levantó un sujeto y le abrazó, lanzando fuertes exclamaciones.

El gobernador del príncipe soberano le conocía y quiso cederle el mejor lugar; pero Miguel se mantuvo en segundo término, por miedo á la curiosidad del público. Era un teatro sin pisos altos; una sala de espectáculos más ancha que profunda, con filas de butacas todas iguales y al mismo precio, y un escenario que servía para los conciertos y excepcionalmente para las representaciones teatrales.

Miguel miraba la habitación: un dormitorio de mujer, todavía en desorden, con ropas sobre las butacas, esparciendo un perfume de carne femenil bien cuidada. A través de una puertecita vió un extremo del inmediato gabinete, con una mancha de humedad en el pavimento de mosaico, resto del baño matinal. Flotaba en el ambiente un perfume de agua de Colonia y de licor dentífrico.