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Se apeó delante del teatro y despidió el coche, y usando de su privilegio de autor entró sin detenerse en la taquilla. Había comenzado ya el acto segundo. Se acercó a la puerta central de las butacas, la entreabrió y echó una rápida mirada a los palcos. En seguida le vio. Había dos señoras en primer término y él con otro caballero detrás de ellas.

Pero estas pequeñas emociones nada eran ni valían comparadas con su alegría cuando el editor, por tener propicios a los estanqueros, les enviaba un par de butacas de tifus en las últimas filas de cualquier teatro que andaba mal.

Un caballero aplaudió y despues siguieron todos los de las butacas. Serpolette, sin dejar su actitud de buena moza, miró al que primero la aplaudió y le pagó con una sonrisa enseñando unos diminutos dientes que parecían collarcito de perlas en un estuche de terciopelo rojo. Tadeo siguió la mirada y vió á un caballero, con unos bigotes postizos y una nariz muy larga.

Se introdujeron en el parque, penetraron en la glorieta de pasionaria y madreselva y se acomodaron en dos butacas rústicas de paja delante de una gran mesa de mármol. No tardaron en servirles los aperitivos pedidos por el amo. ¿Cómo has dejado a tus tíos? Sin novedad: mi tía casi loca y mi tío demasiado cuerdo respondió el joven riendo.

A ratos se acordaba de don Juan, imaginando que la jugarreta tenía muchísima gracia; y cada vez que al recostarse se hundían, bajo su peso, los muelles de las butacas, creía sentarse sobre la propia dignidad de su enemigo.

Sin embargo, observó que la dama estaba muy risueña y el gallardo caballero muy serio, y que a ella no le faltaba tiempo para echar frecuentes miradas a las butacas, lo cual ponía al otro cada vez más enfurruñado y sombrío. ¿Has reparado cómo te mira esa señora? preguntó Aurelia a su hermano . Parece como si le gustases. ¡Qué tontería! exclamó él ruborizándose . ¡Vaya un buen mozo que soy yo!

Aparece una mujer de figura elevada y majestuosa, que marcha con lento paso á sentarse en una de las butacas que hay delante de la chimenea. La luz que de súbito la baña deja ver la fisonomía severa, pero bella, de la institutriz de los Trevia. ¡Oh, no; no hay mentira en declarar que es hermosa!

Vio la cama levantada, tiesa, muda, fresca, sin un pliegue; salió de la alcoba; en el despacho reparó el sofá de reps azul, las butacas, las correctas filas de libros amontonados sobre sillas y tablas por todas partes; se fijó en el orden de la mesa, en el del sillón, en el de las sillas. Parecía olfatear con los ojos.

En los bailes de Carnaval había conocido a Fernando, un teniente de artillería, esbelto, con cintura de señorita, que en el teatro, durante los entreactos, rondaba por cerca de sus butacas buscando ocasión de saludarla con gracia marcial que encantaba a Amparito.

Hablando así se quitaba el sombrero, luego el abrigo, después el cuerpo, la falda, el polisón, y lo iba poniendo todo con orden en las butacas y sillas del aposento. Estaba rendida y no veía las santas horas de dar con sus fatigadas carnes en la cama. El esposo también iba soltando ropa. Aparentaba buen humor; pero la curiosidad de Jacinta le desagradaba ya.