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Actualizado: 5 de octubre de 2025


Profundamente irritado por esta dilación, que hería vivamente su orgullo español, el Duque, al salir del palacio real, entró para desayunarse en un café, donde se reunían gran número de señores a tomar chocolate y leer los papeles públicos. De pie, junto al brasero, había colocado un hombre que se quejaba en alta voz del ministro y de los cortesanos.

Maltrana uniose a ellos, y el benéfico influjo del calor pareció despertar su voluntad. ¿Qué hacía allí? Pensó con remordimiento en Feliciana, que temblaría de frío en su casucha, mientras él se calentaba en el público brasero. Aquellos vagabundos sin familia y sin afectos eran superiores a él; podían luchar más bravamente con la desgracia.

A más, sus hábitos se han modificado sensiblemente. La señora de Laroque ha echado á un lado su brasero, su garita, y todas sus inocentes manías de criolla; se levanta á una hora fabulosa y se instala desde la aurora con Margarita delante de la mesa de trabajo.

Bien era un brasero que se estaba encendiendo, con el tubo de hierro sobre las brasas para hacer tiro; bien el montón de zaleas o de ruedos, ya una banasta de ropa; ya un cántaro de agua. De todas las puertas abiertas y de las ventanillas salían voces o de disputa, o de algazara festiva.

Pues a cumplir otra promesa añadí , que no pude hacerle a usted entonces por falta de oportunidad, pero que quedó hecha en mis adentros, vengo yo ahora. Ya estás sentándote y hablando me dijo a esto, arrojando sobre la cómoda los papeles que hojeaba, sentándose después en una silla junto a la caja del brasero e indicándome que hiciera yo lo propio en otra que estaba enfrente de ella.

A esta declaración, la señora de Laroque pareció súbitamente consternada; me miró, se agitó entre sus almohadillas, aproximó sus manos al brasero, y me dijo á media voz: ¡Ah! ¿qué importa eso? vaya, déjelo usted. Y como yo insistiese: ¡Pero, Dios mío! agregó, con un gracioso ademán, ¡mire usted que los caminos están espantosos!... Espere al menos la buena estación.

Sabían el crimen y los asesinos, don Francisco de Quevedo, el bufón y Dios, que lo sabe todo. Doña Clara Soldevilla era feliz. Feliz de una manera suprema. Estaba consagrada enteramente al recuerdo de su felicidad. Apenas si había hecho, desde que había salido aquella mañana de su aposento su marido, más que pensar en él, sentada en un sillón junto al brasero.

A pesar de tener cabe un brasero con lumbre, Ramiro sentía colarse por las rendijas ese estremecimiento glacial de la atmósfera que anuncia la nevasca. Las losas de la calle y los sillares de los palacios tomaban tonos lívidos, ateridos. El viento ululaba.

Un brasero de cisco bien pasado mostraba su montoncillo de ceniza esmaltado de fuego cerca del envoltorio que debía contener los pies del individuo, el cual si alguna vez daba señales de existencia era dándolas de frío. Su cara era morena tirando a verde a causa de la palidez, así como el blanco de los ojos no era blanco sino amarillo.

Y el brasero le hizo recordar una áurea cadena, regalo del emperador Carlos V a uno de sus ascendientes, que años antes había vendido en Madrid, también al peso, con el aditamento de dos onzas de oro recibidas por el trabajo artístico y la antigüedad.

Palabra del Dia

mármor

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