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Andrés sintió un enternecimiento singular, y antes de levantarse, buscó a tientas la mano de Rosa y la apretó suavemente. Cerca de terminarse la misa, Celesto comenzó a hender trabajosamente la muchedumbre arrodillada, dando a besar un escapulario.

La miré fijamente, atónito ante aquel enigma, ante aquel misterio; pero la visión no duró más que algunos segundos, porque la monja, llamada por otra, se apartó de la reja, y salió rápidamente del coro sin besar el pie del Santo Cristo. Al hallarme solo, reuní todos, absolutamente todos los rayos de mi razón, y juntándolos, los dirigí a la confusa y negra obscuridad de aquel fenómeno.

Las rodean de grandes muestras de respeto y cariño, como si fuesen unos animales hermosos desprovistos de alma; los poetas cantan sus virtudes; pero los hombres se indignan y protestan en masa siempre que las mujeres piden una participación directa en el desarrollo y la dirección del país que habitan. ¡Mucho besar su mano y quedar ante ellas con la cabeza descubierta y acoger sus palabras con gestos galantes de protección ó admiración!... Pero apenas representan un obstáculo para el egoísmo del hombre, éste las repele ó las atropella, resucitando su animalidad de las épocas remotas.

Ya veo a mi mujer detrás de las cortinas... ¡adelante, Juanillo, adelante!... Está la pobre en camisa... ji... ji... me hago como que no la veo... se va a creer que estoy loco... ¡ji ji!... ¡adelante, Juanillo, adelante! Juan obedecía a su hermano, aunque sin gusto ya, porque deseaba conocer a su cuñada y besar a sus sobrinos.

SANCHO. Emperador soberano, Invicto Rey de Castilla, Déjame besar el suelo De tus pies, que por almohada Han de tener a Granada Presto, con favor del cielo, Y por alfombra a Sevilla, Sirviéndoles de colores Las naves y varias flores De su siempre hermosa orilla. ¿Conócesme? REY. Pienso que eres Un gallego labrador Que aquí me pidió favor. SANCHO. Yo soy, señor. REY. No te alteres.

Fue el motivo más poderoso de rencor entre los muchos que tenía contra su hermano, después de la estatura. Cándida fue a besar la mano del P. Melchor, de quien era hija de confesión, y le consoló, con el respeto, la sumisión y el cariño con que empezó a hablarle, del fracaso que acababa de experimentar.

Y qué ¿de esta inquietud jamás postrada, de esta lucha sin tregua que en siento, de este loco y altivo pensamiento, ¿no habrá de quedar nada? ¡Nada!... ¿Nada... La pobre flor en el pensil tronchada, deja sus hojas y su aroma al viento; la ola al besar la playa, su lamento deja, y la linda concha nacarada.

No esperaba veros más, sobrino. Creí que habíais muerto. Aun vivo, Eminencia, repuso el Conde sonriendo, e hizo ademán de besar la mano del Prelado, pero éste la retiró disimuladamente indicando con ella una butaca cercana. Tomó asiento el Conde, y después de unos instantes de embarazoso silencio, dijo: He llegado esta mañana, y creí de mi deber, antes que nada, saludar a vuestra Eminencia.

Luego que yo la vi, le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas; y los demás, que el caso no sabían, hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que y que dormía.

Noté que se estremeció un poco al verme entrar en su alcoba; pero yo la tranquilicé con una sonrisa, y me acerqué a besar su casta frente. Todo lo tenía yo hábilmente preparado, y fué cuestión de medio segundo aplicarle el cloroformo y adormecerla. Una vez logrado esto, pude proseguir mi tarea con toda calma.