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En efecto, el Príncipe cede al imperio de las circunstancias, y presenta su mano á Rosaura; hasta llega al extremo de acoger con benevolencia al Condestable, hombre muy influyente en política por su saber, no negando su aprobación al casamiento que pretende con Doña Blanca.

En esto comenzó la gente á enfermar y morir á más furia quel mes pasado, y los de la ciudad, desdeñados del estrago que se les había hecho y hacía en la campaña, no querían acoger los enfermos, y ansí murieron muy muchos por dejados, como los dejaban á la marina al agua y sereno.

Pero el comportamiento del Príncipe en los últimos tiempos no era para acoger tal hipótesis. Si de las declaraciones de Julia Pico resultaba que recientemente Zakunine había sido bueno con su antigua querida, también era cierto que había continuado viviendo lejos de ella.

Luego, el viejo despertaba de pronto. «¿Usted cree que llegarán hasta Burdeos?...» Y su deseo de no detenerse hasta alcanzar con su familia un refugio absolutamente seguro le hacía acoger como oráculos las vagas respuestas. Al amanecer vieron á los territoriales del país guardando las vías. Iban armados con fusiles viejos; llevaban un kepis rojo como único distintivo militar.

No era posible aumentar la amistad que les unía; pero este rasgo contribuyó mucho a afianzarla y, además, hizo que fuera su trato más frecuente, por la índole del trabajo que les ocupaba. Así, los que de muchachos comenzaron juntos a corretear por las calles y pisar las aulas del Instituto; los que juntos pensaron seguir una carrera de las reservadas a gente, si no poderosa, al menos acomodada, juntos también, forzados a renunciar a ella, emprendieron la pendiente áspera, y a veces sin fin, que suben en la vida los que se mantienen por sus manos. Menudearon con esto las idas de Millán a casa de Pepe, y aquél, que cuando chico no paró ojos en la hermana de su amigo, fue luego encariñándose con ella hasta que, insensiblemente, como a veces quiere el amor que sean estas cosas, se fijó en lo bonita que era, consideró las pocas exigencias que había de tener mujer tan hecha a batallar con la necesidad, y pensó que le convenía para propia. Como esta idea fue resultado de mucho mirar a Leocadia, hablar con ella y observarla, buscando ocasiones en que estudiarla el genio, lo notaron los padres y el mismo Pepe; de suerte que casi antes de que Millán demostrara su amor con atenciones y cuidados, ya ellos lo habían sorprendido sin enojo en sus impaciencias y miradas. Leocadia empezó a recibir las pruebas del afecto de Millán con el agrado natural que tiene la mujer para acoger las primeras palabras dulces que escucha; contenta, satisfecha, casi agradecida, mas sin que el querer produjera en ella impresión tan honda como la que estaba haciendo en Millán.

Pero la hermosa señora se limitó a acoger su declaración con un ¡ah! de fría extrañeza, que no revelaba siquiera si su nombre le era conocido. Pero al mismo tiempo, le envolvió en una rápida mirada investigadora y burlona que parecía decir: Este muchacho tiene buena presencia, pero debe ser tonto.

Pero no era Venturita mujer que reparase mucho para soltarlas. En los primeros días de diciembre se trasladaron a Sarrió. Un mes después Ventura daba a luz una hermosa niña, blanca y rubia como ella. Gonzalo estaba tan enamorado de su mujer, que la recibió con alegría, , mas no con aquel gozo y anhelo con que los hombres suelen acoger a su primer hijo.

Aquello es curioso y admira mucho, pero el viajero que visita semejante monumento no puede explicarse cómo un pueblo tan práctico y previsor como el inglés pudo acoger la idea de una empresa tan absurda bajo el aspecto industrial como fabulosa bajo el de la ciencia y la tenacidad.

Desde hacía algún tiempo venía consagrando toda la fuerza de estos lóbulos a la resolución de un problema magno, el mismo que había anunciado vagamente a su yerno como algo que el mundo debía de acoger con asombro y aplauso. Este problema, hora es ya de revelarlo, no era otro que el origen del pensamiento. El ingenioso Sánchez, a la hora presente, sabía de un modo perfecto la geografía cerebral.

Agitada por estos pensamientos, se sintió de pronto invadida por un remordimiento; hacía mal en acordarse tanto de Juan desde que sabía que era amada por él, y mal en acoger las emociones que le producía este recuerdo. Siendo prometida de Huberto, no debía permitir que otro ocupase su pensamiento.