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Actualizado: 14 de julio de 2025
Entraba, pues, la viuda de Zapata en la normalidad próspera de su existencia con la cabeza gacha, los ojos caídos, el mirar vago, perdido en los dibujos de la estera, el cuerpo apoltronado, encariñándose cada día más con la indolencia, el apetito decadente, el humor taciturno y desabrido, las ideas negras.
No era posible aumentar la amistad que les unía; pero este rasgo contribuyó mucho a afianzarla y, además, hizo que fuera su trato más frecuente, por la índole del trabajo que les ocupaba. Así, los que de muchachos comenzaron juntos a corretear por las calles y pisar las aulas del Instituto; los que juntos pensaron seguir una carrera de las reservadas a gente, si no poderosa, al menos acomodada, juntos también, forzados a renunciar a ella, emprendieron la pendiente áspera, y a veces sin fin, que suben en la vida los que se mantienen por sus manos. Menudearon con esto las idas de Millán a casa de Pepe, y aquél, que cuando chico no paró ojos en la hermana de su amigo, fue luego encariñándose con ella hasta que, insensiblemente, como a veces quiere el amor que sean estas cosas, se fijó en lo bonita que era, consideró las pocas exigencias que había de tener mujer tan hecha a batallar con la necesidad, y pensó que le convenía para propia. Como esta idea fue resultado de mucho mirar a Leocadia, hablar con ella y observarla, buscando ocasiones en que estudiarla el genio, lo notaron los padres y el mismo Pepe; de suerte que casi antes de que Millán demostrara su amor con atenciones y cuidados, ya ellos lo habían sorprendido sin enojo en sus impaciencias y miradas. Leocadia empezó a recibir las pruebas del afecto de Millán con el agrado natural que tiene la mujer para acoger las primeras palabras dulces que escucha; contenta, satisfecha, casi agradecida, mas sin que el querer produjera en ella impresión tan honda como la que estaba haciendo en Millán.
Palabra del Dia
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