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Y qué ¿de esta inquietud jamás postrada, de esta lucha sin tregua que en siento, de este loco y altivo pensamiento, ¿no habrá de quedar nada? ¡Nada!... ¿Nada... La pobre flor en el pensil tronchada, deja sus hojas y su aroma al viento; la ola al besar la playa, su lamento deja, y la linda concha nacarada.

Soltó la pistola, que cayó en la alfombra con ruido mate, y estrechó a la mujer.... Cedió el talle de ésta como una flor tronchada, y hallose con Lucía exánime en los brazos.

Las sienes coronadas de espinas están sobriamente ensangrentadas; el tórax, vientre y piernas de impecable forma, crean una vertical que expresa serenidad absoluta; la tirantez del peso no desgarra las palmas taladradas por los clavos; los pies al caminar no se han manchado en las losas de Jerusalén ni en los pedregales del Calvario, ni los clavos han podido desbaratar su delicada estructura; el tormento no ha desfigurado un músculo; el dolor no ha alterado una línea; aquel cuerpo, por donde resbalan unas cuantas gotas de sangre, esmaltándolo con sutiles hilos de púrpura, sería verdaderamente apolino con pagana hermosura si la cabeza aureolada de vago resplandor celeste, caída como flor tronchada, no diese idea del sacrificio sobrehumano y misterioso: el martirio ha profanado la belleza sin poder afearla, y cubriendo la mitad del rostro cae un ancho mechón de la melena que ensombrece la faz cual si el artista esquivara por imposible representar el último suspiro de una agonía en que quien es inmortal muriendo dignifica la muerte: ante esta imagen el creyente se humilla y el incrédulo se apiada; es triunfo soberano del arte donde se confunden en emoción intensa la poesía de la fe y el culto a la belleza.

Sobre el lecho de agonía Cayó, como flor tronchada Por el viento deshojada, Y su frescura perdió; Y cual se exhala el perfume Del cáliz de lirio hermoso, De su cuerpo primoroso Su alma angélica voló. Antes de cerrar sus ojos Y dar el último aliento, Con blando y lloroso acento A su lado me llamó: Su bello rostro cubría La palidez de la muerte, Y con mano casi inerte Dos pensamientos me dió.

Dejadme buscar en mi zurrón un ungüento que llevo y que os será de mucho alivio. No, una sola cosa puede calmar el dolor y lavar la afrenta, y esa el tiempo quizás me la depare. Ahí tenéis vuestro camino, el atajo que pasa entre aquel matorral y el árbol con la rama tronchada.

Desde las ventanas de su cuarto abarcaba con la vista ancho espacio, extensos plantíos de nabos, frondosos maizales, hondonadas de donde subía rumor de agua corriente, casas pequeñas y dispersas, medio ocultas entre la frondosidad de enormes castaños acopados, y allá, en lo alto de algún cerro, una ermita con la cruz del tejadillo tronchada por el viento.