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Actualizado: 4 de julio de 2025
Si se ha hecho amigo de Estévanez, mi amistad le importa ya poco y se vengará del tiempo que ha perdido adulándome. ¡Oh, qué atrocidad! Tristán, no pienses eso. En vano con la elocuencia que le dictaba su recto corazón trató de disuadirle y desvanecer aquellas negras sospechas.
De vez en cuando soltaba una exclamación: «¡Pero, Dios mío, eso es una atrocidad! ¡Esos hombres estaban locos! ¿Por qué no dábais parte al jefe de tales atrocidades?» Ricardo no podía convencerla de que hubiera sido inútil revelarse ni dar parte al coronel, pues la novatada era costumbre tradicional en el colegio, que los jefes no querían arrancar.
En cuanto a mí, con admirar tanto como admiré la atrocidad heroica de Pito Salces, y con sentir tan hondamente como sentí el percance tremendo del pobre Chisco, aún me resultaba poco todo ello en comparación del cuadro de horrores que yo había estado forjándome en la cabeza durante el día y una buena parte de la noche.
No lo sé. Hice esfuerzos sobrehumanos por cobrarle amor, y no lo he conseguido. ¿Y ahora te acuerdas de eso? ¿Un mes antes de casarte? Vamos, Gonzalo, a ti hay que darte una carena en la cabeza. Es una atrocidad... lo comprendo... pero yo no puedo resignarme a ser desgraciado toda la vida.
Mi cuñado, sin considerar si el barco podía salir o no, se fue corriendo a su camarote, se encerró en él y se pegó un tiro. ¡Qué atrocidad! Era un hombre tan delicado, que al pensar que pudieran echarle a él la culpa, se le amontonó el juicio y cometió esa locura.
Yo, muerta, Lucy, muerta debajo del asiento, sin resollar siquiera, y ¡prurrruumm! arriba, ¡prurrruumm! abajo; hora y media de tiritos... De pronto, se abre la ventanilla, entra una mano, me arranca una oreja y se va... ¡Qué atrocidad! exclamaron todos. Y Gorito Sardona, con su guasona formalidad, añadió: ¿Pensarían hacer una chuleta?...
Eso hubiera sido una atrocidad. ¡Bendita sea lo hora en que el gran duque de Osuna me vió! El amor iguala á los bajos con los altos, y si no fuera yo casado... ¿Te casarías conmigo? No; pero no me casaría con otra. Yo os quiero así, mi señor... yo me muero por vos, y aunque no fuéseis rico ni duque, os amaría del mismo modo. Oye: es el ruido de un coche.
El general se puso más rojo que una guindilla; temblaron sus labios, agitados por la cólera; iba a proferir alguna gran atrocidad, pero al fin, dominándose, dijo enderezando sus palabras hacia el fiscal: Continúe usted el interrogatorio, señor capitán. Primera vez en su vida que al general le quedó una barbaridad entre pecho y espalda.
¿Y tampoco sabe usté cómo llaman á la que iba á mi izquierda? No, hija mía. Pues ¿en qué mundo vive usté, cristiano? Eso le probará á usted cuan injusta fué conmigo antes, al sospechar de mi sinceridad. Pero ¿quién no conoce aquí á la Faisanuca? Yo no la conozco por ese nombre.... ¿Y por qué se le han dado? Porque su madre vende alubias en la plaza. ¡Qué atrocidad!
Guillermina se quedó atontada cuando oyó esta atrocidad: «¡Angelical!... sí, todo lo angelical que usted quiera; pero no tiene hijos. Esposa que no tiene hijos, no es tal esposa». Guillermina se quedó tan pasmada, que no pudo responder.
Palabra del Dia
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