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Actualizado: 4 de julio de 2025
Se trataba de defender en hermosos versos del siglo diez y siete a una señora que un su hermano quería descubrir y matar, y don Víctor juraba en quintillas que antes le harían a él tajadas que consentir, siendo como era caballero, atrocidad semejante.
Nunca he estado mejor dijo Rubín, sintiendo que la timidez le ganaba otra vez. No hagamos simplezas... Hace un frío horrible. ¡Qué año tan malo! ¿Creerás que anoche no pude entrar en calor hasta la madrugada? Y eso que me eché encima cuatro mantas. ¡Qué atrocidad! Como que estamos entre las Cátedras de Roma y Antioquía, que es, según decía mi Jáuregui, el peor tiempo de Madrid. v
El sillero se llevó con serio ademán la mano al sombrero, sonrió y dijo lleno de amabilidad: El 8 de Diciembre, día de Nuestra Señora, ha cumplido los diez y seis. ¡Qué atrocidad! ¡Ea! Ya está D. Laureano en su terreno. A los cinco minutos se había sentado formando triángulo con el sillero y su hija.
Quería hablarme á solas. ¿Y le hablaste? Sí. ¿Y qué te dijo? Que le habías despedido. Me ha echado á perder un capón relleno. Es un infame. En tratándose de la cocina, ciegas. No ciego mucho cuando no he hecho ya una atrocidad. La muerte de tu hermano te tiene de muy mal humor. Sí, sí, la muerte de mi hermano, eso es. ¿Y no te dijo más Aldaba? Sí, que me empeñase por él contigo.
Me senté al lado de ellas en una butaca que había dejado un caballero, y estábamos bromeando alegremente, cuando de repente veo delante de mí a Concha, de pañuelo a la cabeza y mantón. Y antes de que pudiera reponerme del susto, se arroja como una fiera sobre Matilde a bofetada limpia... Los tertulios lanzaron un grito de asombro. ¡Qué atrocidad!... ¡No puede ser!
Preso por uno.... Aquella misma atrocidad de haber gastado tanto dinero que no era suyo demostraba la intensidad, la fuerza irresistible de su pasión. Pues adelante». Cierto era que quedaba el rabo por desollar. D. Juan Nepomuceno le tenía cogido por las narices, y podía hacer de él lo que le viniese en voluntad.
¡Cómo! ¿Lloramos? ¡Qué tontos son los hombres, tío! Gran verdad, sobrina. ¿Y por eso lloras? Pablo dice que va a levantarse la tapa de los sesos, proseguí llorando. ¿Le crees capaz de semejante crimen? No, contesté sonriendo, a despecho de mis lágrimas. Tal atrocidad es incompatible con su carácter, pero ya la idea sólo prueba que...
El conde entregó su mano sonriendo. ¡Jesús, qué atrocidad! ¡Ciento treinta pulsaciones por minuto! Ningún condenado a muerte las ha tenido. No era verdad. El pulso estaba normal. Así lo manifestó el mismo Alcántara a los amigos haciendo una seña negativa. Alvaro no se alteró por la mentira. Poseído de su valor y convencido de que no dudaban de él, siguió con la misma vaga sonrisa en los labios.
¡Juntas! ¡Estaban juntas! ¡Se hablaban, se sonreían, parecían entenderse!... Se le antojaban un símbolo, el símbolo del pacto absurdo entre el deber y el pecado, entre la virtud austera y la pasión seductora... ¡Qué barbaridades pienso esta noche! se decía Bonis ; y se puso a figurarse que aquellas mujeres que hablaban como cotorras, y parecían de acuerdo, y se sonreían, y se entusiasmaban con su diálogo, se estaban diciendo, ¡qué atrocidad!, cosas por el estilo: «Sí, señora, sí decía Emma en la hipótesis absurda de su marido ; puede usted quererle todo lo que guste; comprendo que usted se haya enamorado de él, y él de usted.
Pedro se había ido animando poco á poco. Sus grandes ojos negros giraban descompasados con fiera expresión. Su crespa cabellera erizábase como la crin de un corcel de guerra. La condesa le miraba con susto. ¡Qué atrocidad! exclamó. ¡Qué gustos tan bárbaros tenéis los hombres! Tiene usted razón, señorita; bien mirado, ¿habrá bestialidad mayor que la guerra?
Palabra del Dia
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