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Actualizado: 4 de octubre de 2025


»Y por la noche, cuando me acuesto, pongo el relojito sobre la mesilla: su andar suave resuena en la alcoba. ¡Mar-cha! ¡Mar-cha!, parece que me dice. Y yo marcho, Pepita; yo leo una muchedumbre de libros, yo emborrono una atrocidad de cuartillas, pero esa gloria tan casquivana no llega, no llega... »Adiós; escríbeme. «Pepita: Ya soy un periodista político terrible.

Pensé para mis adentros que querían otro par de mulas. ¿Y qué era? ¡Lo increíble! No ignorando, como no ignoraba ninguno de ellos, cuál es mi vida, mi padrastro, en presencia de mi madre, con su aprobación y moviendo la cabeza hacia donde estaba Inesilla, me dijo: «Anda, Nicolasa, ya que has hecho suerte, ¿por qué no te llevas a la chica?» ¡Qué atrocidad!

Y apretaba más. ¡Más! volvía a decir. Seguía apretando mientras en sus ojos chispeaba una sonrisa maliciosa. ¡Más! ¡más! Basta decía ella levantándose. ¿Lo ves? ¡ya te hice sangre! ¡Qué atrocidad, ni que fuese un perro! E inclinándose de nuevo, chupaba con afán voluptuoso la gotita de sangre que saltaba en el brazo. Ambos sonreían con pasión reprimida.

Una indignidad, señor de los Peñascales... lo que puede desempeñar un cónsul de tres al cuarto. ¡Qué atrocidad! exclamó don Simón sinceramente escandalizado. Pues así va todo, amigo mío. Pero a bien que no me extraña, porque soy viejo en esta casa, y conozco hasta sus menores escondrijos. Habrá usted sido diputado varias veces...

Los ojos espantados, con cierto extravío, de la parturiente, no expresaban ternura de ningún género; de fijo ella no pensaba en el hijo; pensaba en que sufría nada más, y en que se podía morir, y en que era una atrocidad morirse ella y quedar acá los demás. Padecía y estaba furiosa; tomaba el lance, en la suprema hora, como un condenado a muerte, inocente, pero no resignado y apegado a la vida.

Aquí pienso en usted como pienso en todos los sitios adonde voy desde hace algún tiempo... Yo no lo que me pasa; vivo en un estado de constante zozobra, y esto, como usted me decía hace pocos días, es una señal de amor verdadero. Estoy enamorado de usted como un loco. Comprendo que es una atrocidad, que es un crimen, pero no puedo remediarlo... Perdóneme usted.

Veíanse ya asaltados en sus casas de la Rúa Nueva o de Caborana y asesinados crudelísimamente. ¡Sobre todo aquellos tirones! ¡Santo Cristo, qué atrocidad! Pasados los primeros momentos de sorpresa, comenzaron los comentarios en voz baja. Los ladrones no serían de muy lejos. Sin embargo, no se recordaba que en Sarrió ni en sus alrededores hubiera pasado jamás una cosa semejante.

¡Oh, no; es una atrocidad!... Señor Duque, usted está muy lejos de sospechar que su venida a esta casa ha producido graves disgustos. Su carácter bondadoso y llano, la simpatía que el genio alegre y abierto de mi hija Ventura ha conseguido inspirarle, ha dado lugar a habladurías en el pueblo... ¡Oh! interrumpió el Duque sonriendo, para ocultar cierta emoción de vergüenza.

El dueño se quejaba de que él le echaba á perder el bosque, el otro lo negaba; como que en este mismo lugar estuvieron el otro dia á pique de darse de garrotazos. Miren Vds.... sino que uno no debe perder á un infeliz.... casi cada dia estaban en pendencias en este mismo lugar. Entónces no hable V. mas.... es una atrocidad! pero ¿cómo se prueba?....

Después, sin motivo alguno serio, manifestó rotundamente que todos los hombres eran ingratos. ¡Qué rato tan delicioso y tan infernal á la vez me estaba haciendo pasar aquella niña! Tengo... tengo... mire V., yo siempre digo que tengo catorce, pero la verdad es que no tengo más que trece y dos meses... ¿y V.? ¡Una atrocidad! No me lo pregunte usted, que me da vergüenza.

Palabra del Dia

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