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La pluma se sintió también atontada: empezó á dar vueltas y más vueltas en el aire, hasta que poco á poco perdió la conciencia de lo que allí ocurría.

Te vas con él á Inglaterra; me le quitas cuando sabes que no puedo vivir sin él. Tu me asesinas, tu me... La voz se perdió en mi garganta y, fuera de , permanecí delante de ella sin decir palabra y como atontada. Juana me creyó impotente y aniquilada y cobrando ánimos me dijo con risa insultante: ¡Bah! No le amas tanto puesto que le olvidas muy bien conmigo...

Luego sacaron, Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón, con que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como persona atontada, tan apriesa que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes los engullía que tragaba; y, en tanto que comía, ni él ni los que le miraban hablaban palabra.

Lea permaneció como atontada, de pie, sin moverse, y él le dió un golpe violento en un hombro. ¿Vamos á volver á empezar?... ¡Ira de Dios! Te voy... No dijo una palabra más. Dando un grito de rabia, Lea se volvió y le hirió en la garganta con la larga aguja. Sorege se quedó de pie, con los ojos fijos y una sonrisa estúpida en los labios.

En efecto balbuceó haciendo un esfuerzo, aquí está también la firma de... ese caballero. Se calló, mirando atontada el papel, que conservaba en su mano temblorosa; don Raimundo, apoyado en el bastón, la chistera sobre las rodillas, esperaba.

Durante la visita, que no fue breve, sentose Fortunata en el borde de una silla, como una paleta, algo atontada y no sabiendo qué decir para sostener la conversación con un hombre que se expresaba tan bien. Al despedirse, diole Juan Pablo un fuerte apretón de manos, diciéndole que asistiría a la boda. Luego fueron tía y sobrina a ver la casa matrimonial.

Ni miró la muchacha al señor Rosendo, ni le dio los buenos días; atontada con el sueño y herida por el fresco matinal que le mordía la epidermis, fue a dejarse caer en una silleta, y mientras el barquillero encendía estrepitosamente fósforos y los aplicaba a las virutas, la chiquilla se puso a frotar con una piel de gamuza el enorme cañuto de hojalata donde se almacenaban los barquillos.

Aquella revelación le había dejado tan atontada, cual si le descargasen un fuerte golpe en la cabeza. Jacinta... ¡Jesús!.. el modelito, el ángel, la mona de Dios... ¿Qué diría Guillermina, la obispa, empeñada en convertir a la gente y en ver la que peca y la que no peca?... ¿Qué diría?... ja, ja, ja... ¡Ya no había virtud! ¡Ya no había más ley que el amor!... ¡Ya podía ella alzar su frente!

Pues mira, a me habría gustado ver a ese moro Muza y hablar con él... ¡Esta Juliana, que en todo quiere meterse!...». Atontada por crueles dudas que desconcertaban su espíritu, Doña Francisca no pudo expresar ninguna idea, y siguió revisando los cubiertos desempeñados.

Guillermina se quedó atontada cuando oyó esta atrocidad: «¡Angelical!... , todo lo angelical que usted quiera; pero no tiene hijos. Esposa que no tiene hijos, no es tal esposa». Guillermina se quedó tan pasmada, que no pudo responder.