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Las llamas iban extinguiéndose, la plaza estaba cada vez más obscura y los chiquillos desertaban en grupos, bucando otras fallas que no hubiesen llegado al período de la agonía. Dos hombres salieron del cafetín agarrados del brazo, con paso lento y vacilante. Eran los viejos borrachos, con la gorrilla en la nuca y el eterno pañuelo de hierbas en la mano.

Pero se encontró con una voluntad de hierro y una muñeca de acero: agresor y agredido rodaron agarrados por el suelo; en el mismo instante, el viejo se irguió, tomando con una mano la pistola que había podido arrebatar y con la otra sujetando con el brazo tendido la garganta de un joven de hosco y salvaje semblante, que pretendía deshacerse con esfuerzos sobrehumanos.

Echados en el lodo, nos atamos a los pies, unos a otros, las suelas de madera; luego, nos levantamos los tres, y comenzamos a andar en fila, agarrados. El olor de aquella masa fétida de cieno nos mareaba. Hubo momentos en que nos hundimos en agujeros viscosos y blandos; y cayendo y levantándonos, con barro hasta la coronilla, llegamos a tocar tierra firme en una punta arenosa.

La impaciencia, la natural impaciencia, mezcla de ternura de hijo y del deseo de ser alabado, era la que le agitaba en aquel momento, ansioso de caer con sus premios en los brazos de su padre, de su madre, de Lilí, su hermanita del alma... Sentado en el testero del carruaje, con sus premios muy agarrados, apoyaba los piececillos en el asiento de enfrente, haciendo verdaderos esfuerzos para delante, que creía él ayudaban al coche a rodar más rápidamente.

La viejecita se titulaba El viejecito: todas las obras perdían su título femenino, y si en ellas figuraban dos amantes, convertíanse en dos primitos, compañeros de colegio, que, agarrados de la mano jurábanse quererse mucho, estudiar y ser obedientes y humildes con sus maestros... ¡Serafines del cielo! Doña Cristina conmovíase con el relato de estas fiestas.

Ricardo, con sus instintos de clown, procuraba hinchar los carrillos y ponerse aún más colorado. Se le había disipado por completo el mal humor. La cesta no avanzaba poco ni mucho: ambos permanecían inclinados y agarrados a ella sin poder alzarla un dedo del suelo, la una desternillándose de risa y el otro afectando una desesperación cómica.

Quería volver a España, de la que tanto se había burlado, y que ahora, a pesar de su atraso secular, le parecía interesante. Pensaba en sus hermanos, que seguían agarrados como plantas a los sillares de la catedral, sin enterarse de lo que ocurría en el mundo, sin buscar noticias suyas, como si lo hubieran olvidado.

El profundo silencio turbábanlo de vez en cuando los tercetos de ciegos que, agarrados del brazo y golpeando el suelo con sus garrotes para orientarse, iban por el arroyo sin miedo a ser atropellados, prorrumpiendo en lamentaciones poéticas que, en tono quejumbroso, relataban la pasión y muerte del Redentor.

Al fatigarse, descendían al claustro, y agarrados a las barandillas, emprendían un susurro que estremecía el religioso silencio como un suspiro de amor. De vez en cuando se abrían las cancelas de la catedral, esparciendo en el jardín y las Claverías una bocanada de aire cargada de incienso, de rugidos de órgano y voces graves que cantaban palabras latinas prolongando solemnemente las sílabas.

Marchaban agarrados del brazo, embozado él en una capa andaluza con vueltas rojas, cubierta ella el rostro con un antifaz negro y envuelta en un abrigo de pieles grises; vio también al mismo tiempo, a través de la verja de la calle Alcalá, venir por aquel lado dos hombres gritando y cantando, cual si estuviesen borrachos; cruzáronse ambas parejas delante del pabellón, por la fachada que da a Recoletos, y allí los perdió el centinela de vista; mas oyó a poco en el silencio de la noche el rumor de un cuerpo que cae a tierra y uno de esos gritos de agonía que jamás se olvidan ni se confunden; vio huir desesperadamente por la calle de Alcalá a la mujer enmascarada y vio correr a los dos hombres, borrachos antes y bien firmes entonces, uno hacia la Castellana y otro hacia la Plaza de Toros.