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Actualizado: 22 de julio de 2025
Nuestro sitio predilecto era una pequeña isla en la cual podíamos entrar, bien pasando por el molino, construído transversalmente sobre el arroyo, ó resbalándonos á lo largo de una estrecha cornisa construida en forma de acera en el exterior de la casa; allí estaban las palas y adonde el molinero iba á regularizar la marcha del agua. Nuestro camino preferido era este.
Nuestros tres amigos y Lázaro salieron de los últimos y se acercaron por curiosidad al grupo que Calleja había formado. Entre tanto, el barbero pasó en dos zancajos á la otra acera, y se acercó á la puerta de su casa. Su mujer salió á encontrarle. Ciudadano, ¿has hablado? le dijo. No, ciudadanita mía. No puede ser esta noche; pero lo que es mañana, ó hablo, ó me corto la lengua.
Veíasele atravesar la plaza, agitando los faldones de su levitón color de café, pasar bajo la arquería de la Recova, perderse entre el hormiguero de la acera y al cabo de corto rato reaparecer, por el lado contrario, la chistera en la mano y secándose la frente y la calva con el pañuelo.
Anduvimos más, y al principio de la fachada de otro edificio, ayudado por cuatro tubos de gas que la decoraban, volví á leer Champeaux, y más adelante, en letras mayores, restaurant Champeaux, y en el otro extremo, Champeaux, y muy abajo, casi rayando con la acera, restaurant Champeaux.
Y ahora nos iríamos a nuestro barrio cogiditos del brazo; no como vamos, sino más alegres, y mañana de buena mañana, tú al taller y yo a buscar a mi hombre a mediodía con la cestita llena, y comeríamos juntos en un banco de paseo o al borde de una acera... Y mi hombre, como es buen mozo, seguramente que gustaría a otras, y yo me pelearía con ellas y les arrancaría el moño... Di, ¿no me crees capaz de reñir por ti, para que no se te lleve otra?... Pero el mundo está mal arreglado. ¡Y pensar que estas pobres gentes tal vez nos envidien a nosotros!... ¡A ti, que te vas sin saber por qué ni para qué! ¡A mí, que seguramente voy a morir!... No hay justicia, Señor, ni pizca de justicia.
Y la gente, endomingada, paseaba alegre, y el sol y el cielo parecían más risueños que nunca. Era el de la calle Entre Ríos un caserón de planta baja; desde la acera se veía jugar a varios muchachos en el patio: cuando la señora se acercó a la reja, apenas podía hablar, de cansancio. ¿El señor de tal?
Desde lejos lo columbraba, y sus párpados se levantaban repentinamente, y las ventanas de la nariz se le abrían al olor de la presa. Si ésta, olfateando al tigre, se pasaba a la otra acera, o trataba de esconderse, don Roque le llamaba con voz de trueno. ¡Juan, Juaan, Juaaaan! La víctima acudía bajando la cabeza. ¿Has llevado el oficio a don Lorenzo? Sí, señor.
¡Un año!... murmuró ella . ¡Maldito dinero! Pasaban ante el convento y tuvieron que bajar de la acera cediendo el paso a unas devotas enmantilladas de negro que se dirigían a la iglesia. Ojeda inclinó la cabeza. «¡Adiós, don Miguel!» Se despedía mentalmente del ilustre vecino.
Era domingo, y la animación ruidosa y expansiva de los días festivos inundaba la acera izquierda del paseo. El tiempo era hermoso: una tarde de verano, con el cielo limpio de nubes, y en lo más alto, como un jirón de vapor tenue y apenas visible, la luna, esperando pacientemente que le llegase el turno para brillar.
El Magistral vio aparecer por una esquina de la calle un bulto que se acercaba con paso vacilante, y que caminaba ya por la acera, ya por el arroyo. Era don Santos Barinaga, que volvía a su casa, tres puertas más arriba de la del Magistral, en la acera de enfrente . De Pas no le conoció hasta que le vio debajo de su balcón.
Palabra del Dia
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