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El progreso social, indiferente a la moral revelada que se propone el bienestar en el otro mundo por la abstinencia del bienestar en este mundo, es particularmente interesante a la moral humana, que se propone casi exactamente lo contrario, por cuya razón viene haciendo cesar progresivamente las iniquidades que aquélla había consentido o creado: la esclavitud, la servidumbre, los fueros, los diezmos y primicias, los privilegios hereditarios, el despotismo sacerdotal y el derecho divino, y levantando en su lugar el derecho y la justicia humanos que han obligado a los reyes a complementar la fórmula cristiana del poder: "por la gracia de Dios", con la fórmula racionalista: "por la voluntad del pueblo" y a las iglesias cristianas a ensanchar con un poco de ese "bienestar material", que el fundador consideraba incompatible con la "dicha celestial", el viejo programa de "bienestar espiritual", que es por lo menos igual en todas las religiones, desde que proviene de creerse, por la posesión de la verdad, en el camino de la salvación, mientras los demás están por la del error en la vía de la perdición, motivo de que todos los creyentes se sientan impulsados por la piedad a propagar sus propias creencias y a suprimir las ajenas, aunque sea matando, si pueden, a los que las profesan, pues lo propio de las religiones, dice Hubbard, es que "todos las consideran absurdas, salvo el que las cree"; seudo bienestar que por tantos siglos fue igualmente suficiente para cristianos, judíos y musulmanes, y que se torna insuficiente para los primeros en la medida en que el ejercicio creciente de la razón disminuye la credulidad y ensancha la sensatez humana.

Es muy de notar que esto que Macaulay, con su criterio protestante ó racionalista, fanatismo, podrá ser llamado así por el brio y la intensidad con que se sintió y se pensó, pero tanto el sentimiento como el pensamiento, analizados, examinados y juzgados hasta por un hombre descreído del siglo XIX, fueron, en el siglo XVI, permitánsenos las palabras, más razonables y más progresistas que cuanto Lulero, Calvino y los otros apóstoles de la reforma pensaron, sintieron y dijeron.

Las ideas de la Vida de Jesús y las que había oído a Montesinos bullían confusamente en su cerebro, y no se calmarían repentinamente por un esfuerzo de la voluntad. ¿Por qué no había de ahondar en el examen de los orígenes de la religión cristiana? ¿Por qué no había de conocer hasta en sus últimos pormenores los datos de la discusión, a fin de confundir, de pulverizar a cualquier racionalista que se le presentase, por sabio que fuera?

Esto era otro absurdo, porque ¿cómo hemos de aplicar a la fe, a la palabra de Dios, los mismos principios que a los hechos y a las palabras de los hombres? De este modo iba respondiendo uno por uno a los argumentos del autor racionalista, y deshaciéndolos.

Apartando de mi espíritu toda prevención apasionada, no considerando el asunto ni como católico, ni como sectario de ninguna otra doctrina religiosa, aceptando por un momento la más completa indiferencia en punto á religión, hablando y decidiendo en virtud de un criterio librepensador y racionalista, yo, lejos de condenar la Compañía de Jesús, me siento irresistiblemente inclinado á glorificarla y á dar por seguro que honra en extremo á España que entre nosotros naciese su fundador, cuya obra pasmosa me parece que importó muchísimo en la historía del linaje humano, haciendo de Ignacio de Loyola, no sólo el digno rival de Lulero, sino el personaje que se le sobrepone y le eclipsa.

Para un impío racionalista, tan absurdos son los retozos de Sancho con las Pléyades, como la conversación y los lances del hidalgo manchego con Montesinos, Durandarte y Belerma. ¿Por qué, para un espíritu religioso, han de ser fanáticos el doctor eximio Suarez, el glorioso Ignacio de Loyola, Melchor Cano y Domingo de Soto, y han de ser unas criaturas muy juiciosas y razonables Wiclef, Knox, Lutero y Calvino?

Lo peor era que la displicente señora echaba a Pez la culpa de la irreligiosidad de la prole. , él era un ateo enmascarado, un herejote, un racionalista, pues se contentaba con oír misa sólo los domingos, casi desde la puerta, charlando de política con D. Francisco Cucúrbitas.

Vuelto «Quitolis» a la oscuridad, guarda en el centro de su alma sus ideas reformadoras, harto poco definidas por el novelista, si bien o quieren ser como el alborear indeciso o la primera luz, si no de una nueva religión, de una interpretación amplia y algo racionalista de la que oficialmente seguimos. «Quitolis» después se queda ciego.

Grandes acontecimientos vinieron a sacar a Reyes de estas intermitentes veleidades místicas, que él mismo, en sus horas de sensualismo racionalista y moderado, calificaba de enfermizas. El infeliz Bonis no pudo menos de recordar un pasaje muy conocido de La Sonámbula; aquel de: ah, del tutto ancor non sei cancellata dal mio cuor,