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Aunque en el engreído meollo de Rosalía Bringas se había incrustrado la idea de que la credencial aquella no era favor sino el cumplimiento de un deber del Estado para con los españolitos precoces, estaba agradecidísima a la diligencia con que Pez hizo entender y cumplir a la patria sus obligaciones. El reconocimiento de D. Francisco, mucho más fervoroso, no acertaba a encontrar para manifestarse medios proporcionados a su intensidad. Un regalo, si había de ser correspondiente a la magnitud del favor, no cabía dentro de los estrechos posibles de la familia. Había que pensar en algo original, admirable y valioso que al bendito señor no le costara dinero, algo que brotase de su fecunda cabeza y tomara cuerpo y vida en sus plasmantes manos de artista. Dios, que a todo atiende, arregló la cosa conforme a los nobles deseos de mi amigo. Un año antes se había llevado de este mundo, para adornar con ella su gloria, a la mayor de las hijas de Pez, interesante señorita de quince años. La desconsolada madre conservaba los hermosos cabellos de Juanita y andaba buscando un habilidoso que hiciera con ellos una obra conmemorativa y ornamental de esas que ya sólo se ven, marchitas y sucias, en el escaparate de anticuados peluqueros o en algunos nichos de Camposanto. Lo que la señora de Pez quería era... algo como poner en verso una cosa poética que está en prosa. No tenía ella, sin duda por bastante elocuentes las espesas guedejas, olorosas aún, entre cuya maraña creyérase escondida parte del alma de la pobre niña. Quería la madre que aquello fuera bonito y que hablara lenguaje semejante al que hablan los versos comunes, la escayola, las flores de trapo, la purpurina y los Nocturnos fáciles para piano. Enterado Bringas de este antojo de Carolina, lanzó con todo el vigor de su espíritu el grito de un eureka.

Yo les compongo el escudo y el árbol genealógico, y la ejecutoria en letra antigua, con iniciales en purpurina, a menor precio que se lo haría el pintor más pintado. Puede usted juzgar de mi trabajo por los modelos que tengo en casa. Yo no puedo asegurarle a usted dijo Frasquito dándose mucha importancia, con un palillo entre los dientes , que saquen título ni que no saquen título.

Después, rápido, se revolvió... y yo me estremecí a mi pesar... La segunda vez, me dijo con la misma voz, con la misma mirada, sonriéndome y saludándome con la mano derecha: Por usted también, señora, y en honor de esa boca encarnada, purpurina como el coral.

De tiempo en tiempo veía relucir lo blanco de una pechera o el extremo de un brazo desnudo, en medio de una obscuridad purpurina, como diría Schiller. ¡Ah, ! ¡es cierto! Una cosa más me llamó la atención.

Mire Vd., he compuesto este letrero y quería ponerlo con letras dorás de purpurina, en esta tarjeta de orla que ma costao dos riales. Bueno, pues... que me digan ustedes cómo lo hago y me dejen hacerlo en la máquina, o donde sea, luego que se marchen esos.

Pero, gracias a su velocidad, el caballo se le adelantaba siempre y tomó bastante ventaja sobre él para que su dueño pudiera detenerse un momento ante el palco de la monja, y decirle: Por usted también, señora; pero esta vez en honor de esa boca encarnada, purpurina como el coral.

Luego viene lo más costoso, que es el cristal convexo y el marco; pero pienso utilizar el del perrito bordado de mi prima Josefa, dándole una mano de purpurina. En fin, con purpurina, cristal convexo, colgadero e imprevistos... vendrá a importar todo unos veintiocho a treinta reales». Al día siguiente, que era domingo, puso manos a la obra.