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Y los dos entraron en el salón, colocándose en primera fila. El ambiente, cerrado aún y caldeado por tantas respiraciones, era de una densidad asfixiante. Conchita los saludó con un gesto de cansancio. Doña Zobeida, al reparar en ellos, tuvo miradas de ternura. Muchas gracias, en nombre del buen padrecito. Para ella, esta misa era de mayores méritos que las anteriores.

Pero el padrecito se echó pacientemente a juntar realejos, y cada vez que de las economías de su mesada conventual, alboroques, limosnas de misas y otros gajes alcanzaba a ver apiladas sesenta pulidas onzas de oro, íbase con gran cautela al portal de Botoneros y entraba en la tienda de don Marcos Guruceta, comerciante que gozaba de gran reputación de probidad, y que por ello era el banquero o depositario de los caudales de muchos prójimos.

El hermano cura llegó, se encaró con mis verdugos y les preguntó porqué iban a matarme. Por hereje, señor cura, le respondieron: este hombre no cree en Dios, ni es cristiano, ni va a misa, ni respeta a nuestros santos, y es enemigo del padrecito de nuestro pueblo.... Ya supondrá Vd., capitán, lo que el hermano cura les diría.

¡Me maldice usted, padrecito! dijo el marino ; vaya, no se incomode; se lo perdono todo, incluso la sangría, gracias a la buena noticia que usted acaba de darnos... ¡Ah! ¡conque la tartana de ese maldito ha fondeado cerca de Conil! ¡Por mi madre, daría con gusto los ocho años de soldada que Fernando me debe por ver a ese condenado gitano con grilletes en los pies y en las manos y arrodillado en la capilla ardiente! ¡Cuántas veces, al querer darle caza con la escampavía he renegado de mi patrón por las bordadas que nos hacía correr ese favorito del infierno! ¡porque siempre se embarca cuando peor tiempo hace!

Pero ¿ha visto qué lindura, padrecito?... Nuestra niña es la que ha gustado más a los señores... Ya lo decía mi finado el doctor, que sabía de esto como de todo. Para bailar con gracia, las españolas. Y perdiendo su timidez, ella misma presentaba a Conchita de grupo en grupo, aceptando como algo propio los requiebros interesados que los hombres dirigían a la bailarina.