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Algo impresionado, cerró el cura bruscamente la entreabierta tabaquera, en la que estaba a punto de introducir los dedos. No tienes aspecto de eso, hijita. ¡Cómo! ¿no me veis ojerosa y con mis labios pálidos? No, Reina; al contrario, tus labios están rosados y tu rostro denota una floreciente salud. Pero ¿de qué te mueres?

-Sin embargo, le diré también que vos, que sois la dama de alma más tranquila que conozco, que dormís bien, que coméis bien, estáis un tanto ojerosa y pálida, y aun me parece que no tan gorda como ayer: habéis adelgazado algo, y si seguís así tragándoos vuestro amor... ¡Qué pesadez y qué insolencia! exclamó irritada doña Clara . ¿Será cosa de que os mande echar?

Esto está convenido entre don Juan y yo. Eres, pues, una torpe. Perdonad, señora. Pero en fin, ¿don Juan está ahí? , señora; ha venido con una mujer. ¡Con una mujer! ¿y qué trazas tiene esa mujer? Es joven, hermosa, viene ricamente vestida, y parece, según está de pálida y ojerosa, que ha pasado muy mala noche. ¿Dónde están? En el camarín. Vísteme.

Su figura esbelta y distinguida y la hermosura ajada, pero interesante, de su rostro causaron favorable impresión en los circunstantes. Al pasar para ocupar su sitio, no se dignó arrojar una mirada a su antiguo confesor. Estaba más pálida que de ordinario, más ojerosa; pero en su mirada podía observarse una vehemencia y un brillo inusitados.

Pocos se guardaban, pues, de hablar secretos en su presencia; pero si alguno lo hacía y llegaba a notarlo, le acometían tales ansias y congojas por conocer lo que le ocultaban, que no dormía, ni descansaba un momento; andaba pálida, ojerosa, se hacía grosera, intratable.

Lo mejor que pensaba de los Príncipes era que no valían para nada. Apenas vino el día, se alzó del lecho, y en ligeras ropas de levantar, sin corsé ni miriñaque, más hermosa e interesante en aquel deshabillé, pálida y ojerosa, se dirigió con su doncella, favorita a lo más frondoso del bosque que estaba a la espalda de palacio, y donde se alzaba el sepulcro de su madre.

Ya todo el mundo se la daba. ¡Quién hubiera reconocido a la brillante oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha! Sin embargo, sus facultades oratorias no habían disminuido; sólo cambiado algún tanto de estilo y carácter.

Había pasado poco tiempo desde que doña Catalina había salido de la casa de su padre, hasta que un criado anunció á su excelencia la duquesa de Gandía. Maravilló esto al duque, porque doña Juana jamás había ido á su casa. Cambió precipitadamente de traje y fué á su cámara á recibir á la duquesa. Doña Juana estaba conmovida, pálida, ojerosa.

Además, era muy bestia, no podía sostener una conversación, y con ella el dúo del amor casi se convertía en triste soliloquio. ¿Enriqueta? Lánguida, esbelta, pálida y ojerosa, parecía sentimental y romántica; pero al comer devoraba, bebía como un tudesco y amaba con estremecimientos de epilepsia: pecar con ella no era rendir grato tributo a la Naturaleza, sino hacer un favor. ¿Flora?

Recordó cuando estuvo enferma, hacía ya tiempo, y le permitieron verla en su lecho diminuto, donde reposaba pálida y ojerosa, pero más bella que nunca. Recordó también la vez primera que vino á visitar á su madre, quien la recibió en la escalera y la echó los brazos al cuello cubriéndola de caricias y llamándola hija.