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Una nueva vehemencia oratoria galvanizó al náufrago. «¿El señor también es catalán?...» Y sonriendo á Ferragut como si fuese una aparición celeste, emprendió otra vez la historia de sus infortunios. Era un viajante de comercio de Barcelona, y había tomado en Nápoles la ruta del mar, por parecerle más rápida, huyendo de los ferrocarriles, congestionados por la movilización italiana.

La madre de Margarita estaba enferma. Pensaba en su hijo, que era oficial y debía partir el primer día de la movilización. Ella estaba inquieta igualmente por su hermano y consideraba inoportuno ir al estudio mientras en su casa gemía la madre. ¿Cuándo iba á terminar esta situación?... Le preocupaba también aquel cheque de cuatrocientos mil francos traído de América.

La movilización acaparaba lo mejor, y los demás medios de transporte habían desaparecido con la fuga de los medrosos. Había que hacer á pie una marcha de quince kilómetros. El viejo no vaciló: ¡adelante! Y empezó á caminar por una carretera blanca, recta, polvorienta, entre tierras llanas é iguales que se sucedían hasta el infinito.

El segundo día de la movilización, la gente agolpada en las inmediaciones de la estación del Este las vió llegar vestidas de negro, con un traje sobrio y casi monacal, un pequeño sombrero semejante á una gorra, un bolsito de mano y un paquete con lo más indispensable para la vida: dos camisas, dos pares de medias.

A la mañana siguiente el peligro se había desvanecido. Los obreros hablaban de generales y de guerra, enseñándose mutuamente sus libretas de soldado, anunciando la fecha en que debían partir así que se publicase la orden de movilización: «Yo salgo el segundo día.» «Yo el primeroLos del ejército activo que estaban con permiso en sus casas eran llamados individualmente á los cuarteles.

Y juntos con estos vehículos industriales requisados por la movilización pasaron otros procedentes del servicio público, que causaban en Desnoyers el mismo efecto que unos rostros amigos entrevistos en una muchedumbre desconocida. Eran ómnibus de París que aún mantenían en su parte alta los nombres indicadores de sus antiguos trayectos: Madeleine-Bastille, Passy-Bourse, etc.

En vano el presidente Poincaré, animado por una última esperanza, se dirigía á los franceses para explicar que «la movilización no es la guerra» y que un llamamiento á las armas sólo representaba una medida preventiva. «Es la guerra, la guerra inevitable», decía la muchedumbre con expresión fatalista.

El gobierno acababa de decretar la movilización contra los hombres insurrectos, y ella, aunque por su carácter universitario estaba libre del servicio de las armas, había sido de las primeras en ofrecerse para pelear por la buena causa. Consideraba esto un deber ineludible, por ser nieta de una de las heroínas de la Verdadera Revolución.

De Buenos Aires llegaron órdenes de movilización inmediata; el encargado del obraje pidió mulas y alzaprimas; le respondieron que con el dinero de la primera jangada a recibir le remitirían las mulas, y el gerente contestó que con esa mulas anticipadas, les mandaría la primer jangada.

Saludaba afablemente á los oficiales, sintiendo no poseer su idioma para entablar con ellos amistosas conversaciones. El capitán le tenía acostumbrado á tal familiaridad. Eran dos pilotos que la movilización había convertido en tenientes auxiliares de la marina de guerra.