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Normalmente, y sobre todo en época de creciente, derivan vigas escapadas de los obrajes, bien que se desprendan de una jangada en formación, bien que un peón bromista corte de un machetazo la soga que las retiene.

De Buenos Aires llegaron órdenes de movilización inmediata; el encargado del obraje pidió mulas y alzaprimas; le respondieron que con el dinero de la primera jangada a recibir le remitirían las mulas, y el gerente contestó que con esa mulas anticipadas, les mandaría la primer jangada.

Y la hangadilla, arrastrada a la deriva, entró en el Paraná. Las noches son esa época excesivamente frescas, y los dos mensú, con los pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La corriente del Paraná que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la jangada en el borbollón de sus remolinos, y aflojaba lentamente los nudos de isipó.

En todo el día siguiente comieron dos chipas, último resto de provisión, que Podeley probó apenas. Las tacuaras taladradas por los tambús se hundían, y al caer la tarde, la jangada había descendido a una cuarta del nivel del agua.

Las maderas habían comenzado a descender, pero todas ellas, a juzgar por su alta flotación, eran cedros o poco menos, y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas. Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde siguiente Candiyú tuvo la sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra, una verdadera jangada de vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí.

Cayé cortó doce tacuaras sin más prolija elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas a cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de enroscarse a tiritar. Cayé, pues, construyó solo la jangada diez tacuaras atadas longitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada. A los diez segundos de concluída se embarcaron.