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De esas mismas medidas que consideramos constantes, no nos formamos idea sino refiriéndolas á medidas manuales: ¿qué nos representa la magnitud del radio terrestre si no sabemos en cuántos millones de metros está valuado? ¿y á su vez, qué nos representa el metro, si no le referimos á alguna cosa constante?

De aquí nace que los antiguos usaran mucho los jambos, y á nosotros nos estarán bien las redondillas; y si alguno quisiere hacer comedias en prosa, no le condenaré por ello, porque en la verdad las hará verosímiles más, aunque menos deleitosas: yo, á lo menos, soy tan aficionado á la buena imitación, que por ella olvidaré de buena gana el deleite del metro

Ángel no llevaba a tal extremo sus aprensiones, porque esto no cabía en un mozo de tan buen sentido; pero muy cerca le andaba cuando consideraba el caso desde lejos. Por de pronto, creía que sin las trabas del metro y de la rima, el ropaje de la idea era mucho más fácil de cortar.

A veces he censurado yo en Víctor Hugo no pocas extravagancias, pomposidades y relumbrones falsos y de mal gusto, pero, a pesar de estos defectos, que yo noto para que no se me acuse de idolatría, siempre me he complacido en reconocer y confesar que por lo fecundo e impetuoso de su abundante vena, por su maravillosa fantasía y por su destreza magistral en el manejo de la lengua, del metro y de la rima, Víctor Hugo es, si no el primero, uno de los mayores líricos y épicos de nuestro siglo, rico en poetas más acaso que ningún otro de los siglos pasados.

Estará, seguramente, en los cinemas de quinta clase.... Eso es; helo aquí. Y dirigiéndose á la vieja, le dió el nombre de una calle y el título de un cinematógrafo. Un poco lejos, abuela; en Grenelle, al otro lado de París; ¡pero tomando el Metro!... Allí encontrará á su nieto durante una semana.

Si examinamos ahora la parte dialogada de la comedia española, veremos, que, como dijimos antes, se presenta siempre con el inseparable acompañamiento del metro. Sólo las cartas, que figuran accidentalmente en ella, están escritas en prosa.

Freycinet vió sesenta millones de metros cuadrados cubiertos de un rojo escarlata que no es otra cosa que un animal-planta, tan diminuto, que en un solo metro cuadrado viven cuarenta millones de ellos. En el golfo de Bengala, en 1854, el capitán Kingman, navegó por espacio de treinta millas sobre una enorme capa blanca que daba al mar el aspecto de una llanura cubierta de nieve.

Marchábamos con el corazón agitado, abriéndonos paso por entre los troncos tendidos, verdaderas barreras de un metro de altura que nos era forzoso trepar. No habituado aún el oído al rumor colosal, las palabras cambiadas eran perdidas. De improviso caímos en una pequeña explanada y dimos un grito: las aguas del Salto nos salpicaban el rostro.

Los resultados de la autopsia no arrojaban luz alguna: el examen de la herida redonda, ennegrecida por el humo del arma, demostraba que el tiro debía haber sido disparado de un distancia de cerca de medio metro, y si esto confirmaba la hipótesis del suicidio, no excluía la del asesinato, que el homicida habría podido tirar de cerca.

Alberto tenía en el mundo de los vivos alguien más que su abuela. A la mañana siguiente vendió apresuradamente las verduras, sin cuidarse de la ganancia, y guardó su carretoncillo mucho antes que los compañeros. El Metro la puso en las afueras de París. Se vió en un paisaje grisáceo, yermo, con fábricas humeantes y casas de ladrillo, tristes como prisiones, en las que vivían los obreros.