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Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres docenas de tablas, y veinte segundos después, ni más ni menos entregó a Candiyú el gramófono, incluso veinte discos. La firma Castelhum y Cía., no obstante la flotilla de lanchas a vapor que lanzó contra las vigas y esto por bastante más de treinta días perdió muchas.

¡Oh, cuesta mucho!... ¿Usted quiere comprar? Si usted querés venderme... contestó llanamente Candiyú, convencido de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall proseguía mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a fuerza de marchas metálicas. Vendo barato a usted... ¡cincuenta pesos!

Vacas y mulas muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún en el vientre. Altos conos de hormigas amontonadas sobre un raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y espuma a discreción, sin contar, claro está, las víboras. Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces más de las necesarias para llegar a la presa.

Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un impulso suficientemente grande para que tres hombres titubeen antes de atreverse con ella. Pero Candiyú unía a su gran aliento, treinta años de piraterías en río bajo o alto, deseando además ser dueño de un gramófono. La noche, negra, le deparó incidentes a su plena satisfacción.

Pero como un inglés, a la caída de la noche, en mangas de camisa por el calor, y con una botella de whisky al lado, es cien veces más circunspecto que cualquier mestizo, míster Hall no levantó la vista del disco. Con lo que vencido y conquistado, Candiyú concluyó por arrimar su caballo a la puerta, en cuyo umbral apoyó el codo. Buenas noches, patrón ¡Linda música! , linda repuso míster Hall.

A veces, alguna viguita sin dueño... ¡Vendo por vigas!... Tres vigas aserradas. Yo mando carreta. ¿Conviene? Candiyú se reía. No tengo ahora. Y esa... maquinaria, tiene mucha delicadeza? No; botón acá, y botón acá... yo enseño. ¿Cuándo tiene madera? Alguna creciente... Ahora debe venir una. ¿Y qué palo querés usted? Palo rosa. ¿Conviene?

Durante diez minutos el pescador de vigas, los tendones del cuello duros y los pectorales como piedra, hizo lo que jamás volverá a hacer nadie para salir de la canal en una creciente, con una viga a remolque. La guabiroba se estrelló por fin contra las piedras, se tumbó, justamente cuando a Candiyú quedaba la fuerza suficiente y nada más, para sujetar la soga y desplomarse de boca.

Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando que la creciente actual, que allí en San Ignacio había subido dos metros más el día anterior llevándose por lo demás su chalana sería más allá de Posadas, formidable inundación.

Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista, alternativamente: ¡Mucha plata! No tengo. ¿Usted qué tiene, entonces? El hombre se sonrió de nuevo, sin responder. ¿Dónde usted vive? prosiguió míster Hall, evidentemente decidido a desprenderse de su gramófono. En el puerto. ¡Ah! yo conozco usted... ¿Usted llama Candiyú? Así es. ¿Y usted pesca vigas?

El río, a flor de ojo casi, corría velozmente con untuosidad de aceite. A ambos lados pasaban y pasaban sin cesar sombras densas. Un hombre ahogado tropezó con la guabiroba; Candiyú se inclinó y vió que tenía la garganta abierta. Luego visitantes incómodos, víboras al asalto, las mismas que en las crecidas trepan por las ruedas de los vapores hasta los camarotes.