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Claro es que, por obra de ese poder mejorador que la función ejerce sobre el órgano, así como la gimnasia desenvuelve los músculos del acróbata, de modo análogo la costumbre de fingir una y otra vez las mismas expresiones, perfecciona las particularidades fisonómicas de los artistas de teatro, educa la línea de los labios, expresión á la frente y al mento, agranda los ojos, de suerte que hallaremos constantemente en los actores veteranos una diversidad de miradas y de guiños, que nunca tiene el rostro del comediante joven.

Del antiguo seminarista bordelés, del bizarro galán joven del teatro del Gimnasio, ya no quedaba nada: los ojos habían perdido su mocero ardimiento; los labios, pálidos, temblaban en el óvalo pulcramente afeitado del rostro enjuto; el ademán era frío y borroso; el busto se inclinaba hacia la tierra; en el mento, antes desafiador y petulante, ya no quedaba voluntad.

Fue Guillermina muy parca en saludos y demostraciones de afecto, y luego, cuando se quedaron solas la señora de Rubín y la santa, esta no dijo nada de religión, ni mentó la virtud, ni el pecado, ni cosa alguna concerniente al orden moral. Habló de si la joven madre tenía o no mucha leche, y de si sentía esta o la otra molestia, con otras cosas pertinentes al estado en que se hallaba.

Contaba á la sazón Lafontaine poco más de veinte años: era de mediana estatura y recio de hombros, y al mirar ladeaba la cabeza en un gesto resuelto y simpático de desafío; tenía la boca byroniana, triste y audaz; los ojos, fulgurantes; el mento, conquistador; la nariz, respingueña y cínica; el ademán, amplio; la frase frondosa y colorista.

En seguida sacó un plieguecillo para una carta, y quedándose un instante como ensimismado, pensó: «La escribiré, por si no nos vemos mañanaLuego, al buscar los sobres, como hubiese entre ellos uno mayor y más pesado, lo abrió, sacando de él dos o tres cartas y un retrato de mujer, el de la señorita de coche que mentó Leocadia, y contemplándolo un momento, murmuró: «¡Qué bonita esEn seguida, sin que ningún ruido le distrajese, entregado con alma y vida a sus ideas, tomó el plieguecillo y comenzó a escribir: «Adorada Paz:...»

Por supuesto, no dejaba aquel acento displicente y aquellos modales bruscos y frases cínicas que le caracterizaban. En los breves momentos que departía con él no me habló palabra de Gloria, ni de don Oscar, ni mentó para nada aquella casa. Se contentaba con despellejar a los dueños de la en que estábamos o a cualquiera otra persona que tuviéramos delante. De tan antipático, aquel hombre daba frío.

En el óvalo nacarino, ligeramente carnoso, del rostro, los grandes ojos italianos llameaban tempestuosos y alegres; tenía la nariz respingueña y corta, voluntarioso el mento, la boquirrita breve y roja, como la herida de un florete; alrededor de la nieve de su frente sajona, los cabellos latinos, encrespados y negrísimos, tejían un marco de ébano.