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Coronel Juan R. Epetormo. Coronel Gonzalo Pérez André. Coronel Nicolás Guillén. Coronel Leopoldo Figueras. Coronel José Fernández de Castro. Mayor General Santiago García Cañizares. Capitán Generoso Campos Marquetti. Coronel Casimiro Mayo. General José B. Alemán. Coronel Lino Dou. Coronel Miguel Llaneras. Coronel Manuel Lazo. Coronel Antonio Gonzalo Pérez. Capitán Oscar Soto Calderón.

Durante algún tiempo me sostuve como pude un el pueblo; pero ya, últimamente, lo pasaba tan mal, y me daba tal vergüenza deber algunas mensualidades en la posada, que decidí marcharme y buscar en cualquier parte una colocación honrosa. D. Oscar escuchó con atención mi relato.

Oh, mon cher! cantaba Mon Oscar!... estábamos en el avant-scène, con los attachés de la legación turca, y la muy ricotona me cantaba a solo todos los couplets... la sala ardía de envidia!... Yo estaba irreprochable... mis zapatos barnizados, mis guantes amarillos, un sobretodo de cuellos de silkskin... en fin, ¡espléndido!

Poco a poco me iba serenando. Allá, en el fondo, estaba quizá contento por haber sacudido de los hombros el tremendo cuadro sinóptico de don Oscar. Las noches eran calurosas, asfixiantes. Cuando no iba a casa de Anguita, después que dejaba al amigo Villa, me agradaba dar vueltas por la ciudad en espera de las once, a pasos cortos y lentos, arrastrando los pies.

¡Doña Tula! ¡doña Tula! La voz del medio cíclope hizo retemblar la casa. Ahorita. Todavía tardó algunos segundos, durante los cuales D. Oscar permaneció inmóvil, cogido a la puerta como uno de esos enanos decorativos que se colocan a la entrada de los panoramas para atraer a la gente. Llegó al fin D.ª Tula.

¡Pobre Ollo! exclamó D. Oscar. ¡Qué lástima de hombre! Era uno de los mejores generales que el rey tenía. Estaba yo a treinta pasos de él cuando cayó muerto dije con la mayor desvergüenza. ¿Un casco de granada? Le hizo pedazos la cabeza. ¿Qué graduación tenía usted? Teniente de la cuarta del primer batallón navarro. A la entrada del rey en Francia, le habrá a usted hecho capitán.

Olvidado siempre de sus piernas, o equivocado sobre su valor intrínseco, avanzó hacia la puerta pisando muy fuerte, la abrió y gritó como un trueno: ¡Doña Tula! ¡doña Tula! Al instante se oyó una vocecita lejana: ¿Qué se ofrece, don Oscar? Tenga usted la bondad de venir un instante volvió a decir el cíclope-enano. En seguidita.

Cuando me tropezaba y no iba muy ocupada, solía detenerme y charlar conmigo, mostrándome siempre la misma compasión. ¡Las veces que me habrá llamado pobrecito aquella buena señora! ¿Qué clase de relaciones eran las que existían entre ella y D. Oscar? Si fuera a dar crédito a las insinuaciones y reticencias que había oído, el bendito señor era su amante.

Ya verás, chiquillo, ya verás lo que voy a quererte después que hayas pasado esta crujía. Conviene que mamá te tome algún cariño y don Oscar te estime. ¡Uf! Ya habla de ti como si hubiera tropezado con un tesoro escondido.

Por supuesto, no dejaba aquel acento displicente y aquellos modales bruscos y frases cínicas que le caracterizaban. En los breves momentos que departía con él no me habló palabra de Gloria, ni de don Oscar, ni mentó para nada aquella casa. Se contentaba con despellejar a los dueños de la en que estábamos o a cualquiera otra persona que tuviéramos delante. De tan antipático, aquel hombre daba frío.