United States or Malta ? Vote for the TOP Country of the Week !


Vaucanson y Vatt hicieron prodigios en la mecánica: y es muy probable que se hubieran distinguido muy poco en las bellas artes y en la poesía; Lafontaine se inmortalizó con sus Fábulas, y metido á hombre de negocios, hubiera sido de los mas torpes. Sabido es que en el trato de la sociedad, parecia á veces estar falto de sentido comun.

Y es que la palabra de Descartes despertó el genio filosófico adormecido en el jóven bajo la balumba de las lenguas y de la historia: sintióse otro, conoció que él era capaz de comprender aquellas altas doctrinas, y como el poeta al leer á otro poeta, exclamó: «tambien yo soy filósofoUna cosa semejante le sucedió á Lafontaine.

Cierta noche Lafontaine vió en el teatro de la Porte-Saint-Martín á Frédérick Lemaitre, al gran Frédérick, romántico y enorme como Hugo, «y su alma dice Daudet, experimentó esa trepidación reveladora que sólo sienten los artistas y los amantes». Enrique Thomas se decretó un porvenir. Seré actor dijo.

Habia cumplido veinte y dos años, sin dar muestras de abrigar genio poético. No lo conoció él mismo hasta que leyó la oda de Malherbe sobre el asesinato de Enrique IV. Y este mismo Lafontaine que tan alto rayó en la poesía, ¿qué hubiera sido como hombre de negocios? Sus inocentadas que tanto daban que reir á sus amigos, no son muy buen indicio de felices disposiciones para este género.

Contaba á la sazón Lafontaine poco más de veinte años: era de mediana estatura y recio de hombros, y al mirar ladeaba la cabeza en un gesto resuelto y simpático de desafío; tenía la boca byroniana, triste y audaz; los ojos, fulgurantes; el mento, conquistador; la nariz, respingueña y cínica; el ademán, amplio; la frase frondosa y colorista.

Las mujeres le adoraban, y más de una noche, al salir del teatro y en medio de las sonrisitas envidiosas de sus compañeros, se vió en el dulce compromiso de subir á un coche que no era el suyo. Yo conocí á Lafontaine á fines de 1897, en Versalles. Era muy viejecito.

Cuando siente Delaberge tales añoranzas pregúntase si no ha despreciado estúpidamente el todo por la nada, y entonces llena su mente y le obsesiona la idea del matrimonio. Se mira al espejo, se dice que es joven todavía y murmura como Juan de Lafontaine: «¿Ha pasado ya para el tiempo del amorPero ni aun durante estas crisis de tristeza le abandona del todo su habitual egoísmo.

Montigny era peor aún que Frédérick... A Lafontaine, rabioso, despechado, se le saltaban las lágrimas; su alma inquieta de seminarista, de grumete, de repartidor de obras por entregas, toda su alma díscola y errante, protestaba iracunda contra tantas y tan estrechas imposiciones. Pero al cabo cedía y su técnica se refinaba.

Una tarde de Diciembre, Lafontaine y su esposa paseaban por el bosque, y la color gris del cielo nuboso y el crujir de las hojas caídas y el silencio de las fuentes heladas debían tener para ellos elocuencia muy triste. De pronto, un árbol se desplomó sobre la anciana, aplastándola. Lafontaine lanzó un grito, su mejor grito tal vez, y perdió el conocimiento. Su corazón estalló.

Lafontaine sintió el miedo de vivir, el horror silencioso de esa lucha por el pan, que sólo desenlaza la muerte.