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Esta señora juraba y perjuraba que su esposo no había muerto, y defendió tan bien su causa, que al cabo de siete años de haberse perdido recibía el título de contralmirante. Tenía razón lady Franklin; su marido vivía. Si se hubiese creído á lady Franklin, el gran explorador inglés no pereciera en medio de los hielos.

La sombría Groenlandia se engalana con tales recuerdos, que el desierto deja de serlo cuando se leen esculpidos en él esos nombres, mudo testimonio de la fraternidad universal. Lady Franklin ha demostrado una fe admirable. Nunca llegó á imaginarse viuda; incesantemente solicitó el equipo de nuevas expediciones.

En cambio el buen Champeaux se saborearia regaladamente con la memoria de mis pobres francos. Tengo la costumbre de levantarme muy temprano, siguiendo el prudente consejo de Franklin. Hoy es dia excepcional; me levanto á las ocho dadas.

Mas, era tarde: lo único que se encontró del célebre Franklin, fueron sus huesos. Mientras tanto, llevábanse á cabo algunos viajes más largos al par que más afortunados hacia el polo antártico. Aquí, nada de esa mezcla de tierra, mar, hielos y deshielos tempestuosos que constituyen la faz horrible de la Groenlandia; sino un gran mar sin límites, con oleaje fuerte y violento.

La religiosidad de los americanos, como derivación extremada de la inglesa, no es más que una fuerza auxiliatoria de la legislación penal, que evacuaría su puesto el día que fuera posible dar a la moral utilitaria la autoridad religiosa que ambicionaba darle Stuart Mill. La más elevada cúspide de su moral es la moral de Franklin.

El Almirantazgo, al cual probablemente inquietaba menos la suerte de Franklin que el famoso paso, indicaba siempre á sus expedicionarios el camino del Norte. Desesperada la pobre señora acabó por emprender ella misma lo que se le rehusaba con tal tenacidad, y equipando con gran desembolso un buque, emprendió el camino del Sur.

Pero la escuela de la prosperidad material, que será siempre ruda prueba para la austeridad de las repúblicas, ha llevado más lejos la llaneza de la concepción de la conducta racional que hoy gana los espíritus. Al código de Franklin han sucedido otros de más francas tendencias, como expresión de la sabiduría nacional.

Nacido en tiempo de nobles y filósofos, el instinto aristocrático viene a equilibrar en su espíritu la independencia del pensador. Conoció a los hombres más conspicuos del pasado siglo. Fue bautizado por Rousseau con el título de ciudadano; Voltaire le auguró que sería poeta; Franklin le recomendó simplemente que fuese un hombre honrado y bueno.

Las instituciones civiles y eclesiásticas admiten cualquier nombre, fuera del santoral: pero, una vez bautizado con el nombre de Epaminondas, es depresivo llamarle «Poroto»; si se le ha puesto el nombre de Sócrates, resulta ridículo y ofensivo para la antigua Grecia filosófica llamarle «El mono»; y si, en fin, se le puso el nombre de Washington, o de Franklin, es inadmisible llamarle «Piringo» o «El gringo».

Las de los ingleses eran otra cosa: hacíanse los preparativos con gran prudencia, aunque el resultado fuese idéntico. En 1845 el malogrado Franklin se perdió entre los hielos. Por espacio de doce años se le buscó, demostrando en ello Inglaterra una obstinación muy honrosa. Todos ayudaron en esta empresa, que costó la vida á americanos, á franceses y á súbditos de otras naciones.