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Una hora de inquietud se me hizo un siglo y empezaba ya á desalentarme, cuando, por una dicha inesperada, se entreabrieron las nubes un momento, y se me reveló un horizonte inmenso: los últimos repechos de las montañas, como surcos irregulares cubiertos de árboles, bajaban serpenteando lentamente hácia un mar de verdura sin límites, el cual era formado por las florestas de la llanura, que contornean las montañas en un espacio de mas de cuarenta leguas.

Sus labios resecos se entreabrieron, y, como un soplo, dejaron pasar la palabra: «Perdón...» Desde las profundidades del pecho subió a la garganta un estertor que se detuvo de repente. En aquellos ojos, ya fijos, aparecieron dos lágrimas sin rebosar de los párpados y se reabsorbieron lentamente, como el agua en una tierra árida. Me aproximé a Elena y la así la mano. ¡Se acabó! dije.

Después trataba de reanimarla imprimiendo largos, apasionados besos en su rostro de alabastro. Al fin se entreabrieron sus ojos, contempló con extraña fijeza al conde y relampagueó en ellos una dulce sonrisa. ¿Eres , Luis? , vida mía, yo soy. ¿Adónde me llevas? Donde quieras. Llévame lejos, ¡muy lejos!... Llévame a tu casa... Llévame aunque no me des de comer.

Pero tal vez sea joven y buen mozo el verdadero Paolo del romance... y usted su Francesca le indiqué sonriendo. Sus dulces labios se entreabrieron ligeramente, pero sacudió la cabeza, suspirando al contestar: Hágame el favor de no anticipar nada sobre eso. Confío y espero que sea viejo y muy feo. De modo que no pueda despertar mis celos, ¿no es verdad? exclamé riendo.

Diez minutos después Pedro entraba en casa de Fabrice; por la indicación de un criado subió directamente al taller del pintor con la antigua confianza de los pasados tiempos: llamó ligeramente, y alzando una cortina encontróse cara a cara con Beatriz, cuyos labios se entreabrieron para lanzar un grito apenas contenido merced a un duro esfuerzo; estaba sentada a pocos pasos del caballete de Fabrice, con un libro en una mano y acariciaba con la otra la suelta cabellera de Marcela, arrodillada a sus pies.

La cabeza de la señorita de Porhoet se había desplomado súbitamente hacia atrás, su mirada estaba fija, resplandeciente y dirigida al cielo, sus labios se entreabrieron, y como si hablara en sueños: Dios dijo Dios, la veo... allá arriba... ... el coro... las claraboyas... la luz por todas partes... Dos ángeles de rodillas ante la Majestad... con albos ropajes... sus alas se agitan.

Dejó caer de sus manos la rosa cuyas espinas iba quitando y, apoyándose de codos en la mesa, se quedó pensativa un momento. Se entreabrieron sus labios, como a punto de hacer una confidencia, mas en seguida cerráronse otra vez.