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Deseoso de tomar parte en la conversación, para lo cual le autorizaba la confianza que tenía en la casa, abrió la puerta y se presentó en el cuarto de mi amo. Antes de pasar adelante, quiero dar de éste algunas noticias, así como de su hidalga consorte, para mejor conocimiento de lo que va a pasar. D. Alonso Gutiérrez de Cisniega pertenecía a una antigua familia del mismo Vejer.

Yo eludí como pude el compromiso de pasear por la verga, y le expliqué con la mayor cortesía que hallándome al servicio de D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, había venido a bordo en su compañía. Tres o cuatro marineros, amigos de mi simpático tío, quisieron maltratarme, por lo que resolví alejarme de tan distinguida sociedad, y me marché a la cámara en busca de mi amo.

Y ya que de esto se trata, aunque le parezcan irrespetuosas y tal vez impúdicas mis palabras, usted debiera apresurarse a tomar estado para no dejar que se extinga tan buena casta como es la de los Gutiérrez de Cisniega; y de hacerlo, debe buscar varón a propósito, no por cierto un jamelgo empedernido y seco como D. Pedro, sino un cachorro tiernecito que alegre la casa, un joven, pongo por caso, como este Gabriel, que nos está oyendo, el cual se daría por muy bien servido, si lograra llevar a sus hombros carga tan dulce como usted.

D. Diego Muñoz Torrero. Parece que vuelve a hablar. En efecto, Muñoz Torrero pronunció un segundo discurso en apoyo de sus proposiciones. Ahora me ha gustado más, mucho más, señora condesa dijo la de Cisniega . A este hombre le haría yo obispo. ¿No es justo y razonable lo que ha dicho? , que las Cortes mandan y el rey obedece.

Con ellos me trasladé a Vejer de la Frontera, lugar de su residencia, pues sólo estaban de paso en Medinasidonia. Mis ángeles tutelares fueron D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad. Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y como me tomaran cariño, al poco tiempo adquirí la plaza de paje del Sr.

Mi señor D. Alonso contestó a las últimas palabras de su mujer; y cuando ésta salió, observé que el pobre anciano rezaba con tanta piedad como en la cámara del Santa Ana la noche de nuestra separación. Desde aquel día, el Sr. de Cisniega no hizo más que rezar, y rezando se pasó el resto de su vida, hasta que se embarcó en la nave que no vuelve más.

Los oficiales muertos eran: D. Juan Cisniega, teniente de navío, el cual no tenía parentesco con mi amo a pesar de la identidad de apellido; D. Joaquín de Salas y D. Juan Matute, también tenientes de navío; el teniente coronel de ejército D. José Graullé, el teniente de fragata Urías y el guardia marina Don Antonio de Bobadilla.

Doña Flora de Cisniega era una vieja que se empeñaba en permanecer joven: tenía más de cincuenta años; pero ponía en práctica todos los artificios imaginables para engañar al mundo, aparentando la mitad de aquella cifra aterradora. Decir cuánto inventaba la ciencia y el arte en armónico consorcio para conseguir tal objeto, no es empresa que corresponde a mis escasas fuerzas.

Pronto se unirá Castaños a Wellington. Señora doña Flora de Cisniega, tenga usted felices días. Felices, señores guacamayos. Lord Gray, felices, y usted, Sr. de Araceli, téngalos muy buenos, aunque no sea sino por lo caro que se vende. Al mismo tiempo que doña Flora, se presentó ante lord Gray. Hablome la dama con cierto sonsonete reprensivo que me hizo mucha gracia.