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En el apogeo de su letal influencia sobre el espíritu humano, la doctrina del achatamiento de los vivos para el engrandecimiento de los muertos, aminoró tan considerablemente la capacidad del cristiano para el pensamiento y la acción en este mundo, que los árabes y los turcos, salidos de sus estériles desiertos a impulso de un nuevo y fresco fanatismo sobre otra astilla del mismo tronco, entraron en la cristiandad como tropilla de lobos en rebaño de carneros, y la coparon desde el Asia Menor, el Egipto y el África Septentrional hasta más adentro de los Pirineos, el Austria y la Polonia, donde fueron detenidos por un resto de energía humana, salvado de la inundación de providencialismo en aquellas poblaciones del noroeste, que tenían en el culto aborigen de la virilidad individual sobre la fe en mismos, la levadura del espíritu práctico, del que retoñaron, más tarde, los ingredientes del self government, el self help y el self control, primeros brotes de capacidad humana para la vida humana por iniciativa humana, que hicieron pasar a la Holanda y la Inglaterra en el siglo XVII el imperio del mundo que fue en el XVI de la España, doblemente entecada por los ocho siglos de fatalismo musulmán y católico a la vez, sobre la fe en el auxilio de Jesús y de Mahoma y los cuatro subsiguientes de fatalismo católico puro, sobre la confianza en el auxilio de la virgen y de los santos tutelares.

Dirigíase apresuradamente al sepulcro con el vivo afán de confundir en un solo pensamiento las imágenes tutelares de la muerta y de la ausente, cuando sus ojos sintieron un deslumbramiento: en el muro funerario, junto a los esqueletos de las guirnaldas votivas que habían ido reuniéndose allí una tras otra, una gran corona alba lucía como una aureola.

Hubiera preferido para aquella empresa un cielo en que sólo brillasen las constelaciones hablando al espíritu de los muertos tutelares, del amor, del glorioso destino. La luna era trágica, espectral, agorera. Su resplandor hacía pensar en mortajas errantes, en animales endemoniados, en fantasmas de monjes que celebraban los oficios entre las ruinas de los conventos demolidos.

Yo el peregrino soy que arrodillado Ante el altar modesto de tus lares, Culto rindo á los genios tutelares De la mansion tranquila del placer; Y al contemplarte á bajo su amparo Admiro en la madre cariñosa, Y las virtudes de la casta esposa, Flores que brota el alma de mujer.

Ya es preciso cruzar los anchos mares. Los genios tutelares Nos señalan el triunfo muy lejano.

Las razas del extremo Oriente, cuya civilización ha seguido marcha distinta á la de los pueblos de raza aria, también han adorado montañas. Lo mismo en la China y el Japón que en la India, las altas cimas sostienen templos consagrados á los dioses, ó se las considera como á genios tutelares ó vengativos.

No más voluntad que la suya, no más pensamiento que el suyo, no más fe que la que él mismo profesaba. El soberano del moderno Israel debía revestirse de las tres potencias tutelares: la ley, la espada y el efod, y ser a un tiempo el Moisés, el Josué y el Aarón de su pueblo.

A cumplir tu misión ansiosa vuelas con atrevida planta. lanzaste tus raudas carabelas bajo la mano santa de tus sagrados dioses tutelares, y con ardor fecundo hiciste que surgiera un nuevo mundo de la revuelta espuma de los mares. De la fecunda llama que alimentas llevaste allí tus leyes e hiciste cultas greyes de las salvajes tribus turbulentas.

Cuando la reina, su soberbia frente Quiere adornar con joya refulgente, De precio sin igual, Le dice al pescador: «Baja á los mares, Y róbale á sus genios tutelares La perla de sus urnas de cristal.» Y el pescador con ánimo sereno Del mar se precipita al hondo seno... ¡Al sepulcro talvez! Y por las frias ondas arrastrado Arranca su tesoro al mar airado, Que lleva de su reina ante los piés.

Jóvenes, de la patria la riqueza, El porvenir está en vuestra cabeza, Bella es vuestra mision: Es coronar el noble monumento, Que simboliza el grande pensamiento Que inauguró la tierra de Colon. Sombras de las falanges militares Que alzaron los escudos tutelares Al pié del patrio altar; Dejad caer el casco rutilante Dejad caer el hierro fulminante Y vuestra obra venid á contemplar.