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Gillespie vió jabalíes de erizado pelaje y ciervos de complicadas y altísimas astamentas, que parecían datar de los tiempos en que cazaban los emperadores. Estas bestias de terrorífico aspecto hacían temblar de emoción al profesor Flimnap, á pesar de que las contemplaba desde una altura prodigiosa.

Para la pequeña expedición, que sumaba en conjunto unos noventa hombres, y no había hecho verdaderos preparativos de guerra, fue una suerte abordar en los archipiélagos paradisíacos del mar de las Antillas, con sus poblaciones mansas, tímidos rebaños humanos en los que cazaban su alimento los caníbales de las otras islas.

Las «aspirantes a pingüinos», colocadas entre los dos grupos, cazaban las sonrisas de unas y las palabras de otras, aprovechándolas para entablar conversación. Estaban contentas de la vida íntima del buque, que no exige presentaciones para que las personas se conozcan. A pesar de la falta de cordialidad de los dos grupos, casi todos los días se establecía entre ellos una momentánea relación.

Los indios, que cazaban y pescaban por sus tratos con Méndez, traían víveres al campamento, pero su presencia era cada vez menos regular, y todo hacía temer que desapareciesen para volver luego con enemigos. Colón temía que pusieran fuego una noche a los secos y resquebrajados cascos. No había otra esperanza que avisar a Santo Domingo para que un buque viniese por ellos.

Otros eran pueblos de más edad, y vivían en tribus, en aldeas de cañas o de adobes, comiendo lo que cazaban y pescaban, y peleando con sus vecinos. Otros eran ya pueblos hechos, con ciudades de ciento cuarenta mil casas, y palacios adornados de pinturas de oro. Y gran comercio en las calles y en las plazas, y templos de mármol con estatuas gigantescas de sus dioses.

Entonces los hombres vivían en las cuevas de la montaña, donde las fieras no podían subir, o se abrían un agujero en la tierra, y le tapaban la entrada con una puerta de ramas de árbol; o hacían con ramas un techo donde la roca estaba como abierta en dos; o clavaban en el suelo tres palos en pico, y los forraban con las pieles de los animales que cazaban: grandes eran entonces los animales, grandes como montes.

La señorita Helouin, más competente que yo en materias de poesía, ha debido decirle que los bosquecillos que cubren este país en veinte leguas á la redonda, son los restos de la antigua selva de Brocélyande donde cazaban los antepasados de su amiga la señorita de Porhoet, soberanos de Gaél, y donde el abuelo de Mervyn, que ve usted ahí, fué encantado, á pesar de ser él mismo encantador, por una señorita llamada Bibiana.

Allí unicamente trabajaban las mujeres. Aquellos bigardos se pasaban la vida con un fusil al hombro, charlando. Ellas cultivaban la tierra y metían las cosechas en silos, ahumaban y secaban carne y pescado, fabricaban anzuelos y flechas. Los hombres únicamente cazaban, pastoreaban las cabras y compraban y vendían pieles curtidas, jaiques, azufre, camellos y bueyes.

Entregose con afán a la mejora de su finca: logró comprar otra contigua de enorme extensión y la añadió a la suya. Esta nueva finca, que había sido residencia antiguamente de una comunidad de frailes, se componía de monte y tierras laborables, y contenía además dos grandes charcas donde se criaban sabrosas tencas y se cazaban las aves emigrantes que allí se reposaban.

Recibiéronnos bien, y estuvimos con ellos todo el dia, y el siguiente partimos, y nos acompañaron con diez canoas, cuyos indios cazaban fieras, y pescaban dos veces al dia, y nos agasajaban con la caza y pesca. A los nueve dias de camino, llegamos á los indios Acarés, y hallamos juntos muchos.