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Creí que no acabaría nunca de bajar la escalera de piedra que desde mi aposento conducía al salón de ceremonia. Dos veces me vi obligada a apoyarme... En fin, reuniendo todas mis fuerzas, entré con los ojos bajos y sin poder apenas sostenerme.

De repente tomé una resolución, cerré bruscamente la ventana, me puse precipitadamente una bata, y con mis zapatos en la mano me aventuré en el obscuro corredor. ¡Oh! ¡Cómo me latía el corazón, cómo me ardía la sangre en las sienes! Me tambaleaba, tuve que apoyarme en la pared. Por fin llegué a su puerta. Los pasos continuaban haciendo temblar el piso, pero el ruido sordo había desaparecido.

Más lejos, encontré un cercado de piedras sueltas donde yacían, bajo unos arbustos, infinidad de cajas amarillas que los chinos abandonan sobre la tierra y donde se pudren los cadáveres. Me senté sobre una caja postrado de fatiga; mas un olor abominable flotaba en el aire, y al apoyarme sentí la sensación de un líquido viscoso que escurría por las hendiduras de las tablas. Quise huir.

A pesar de hallarnos en una de las noches más calurosas de agosto, sentí la frente cubierta de un sudor frío y vacilé como un beodo. Necesité apoyarme en la pared un instante. Luego, por un esfuerzo, mejor dicho, un sentimiento de amor propio, seguí resueltamente mi camino. Anduve a paso largo no cuánto tiempo por entre calles; no recuerdo cuáles. Sólo tengo una idea de que estuve en el muelle y que me apeteció arrojarme al agua. Entré en un café y me bebí unas cuantas copas de coñac. En lugar de contribuir a turbarme, el licor sirvió para despejarme y aclarar mis ideas. Al menos, esto me pareció entonces. Contemplé con decisión el suceso y reconocí al instante que había tenido la desgracia de caer en manos de una redomadísima coqueta. El lance no era nuevo. Esto mismo había pasado a muchos millares de hombres antes y pasaría después. Confieso que me acometió un vivo sentimiento de venganza, no por el acto en , sino por la forma grosera y humillante en que había sido llevado a cabo. De ella no podía tomarla, al menos por entonces. Pero de él, .

Tomé el vaso que acababa de dejar la hermana de los dientes blancos, y me dispuse a recoger agua, pues el que la escanciaba había desaparecido por escotillón; mas al hacerlo tuve necesidad de apoyarme en la peña, y cuando me inclinaba para meter el vaso en el charco, resbalé y metí el pie hasta más arriba del tobillo.

Y, cuando la miré con más atención, me parecía que se ponía a dar vueltas lanzando una cascada de chispas, como una verdadera girándula. Vamos, ahora vas a ponerte a tener visiones me dije; y traté de recobrar las fuerzas paseándome por el cuarto. Pero tuve que apoyarme a los respaldos de las sillas, de tal modo me tambaleaba. La respiración me faltaba.

Necesito vivir acompañada, verme protegida, apoyarme en alguien, y sólo pido que, á cambio de mi sumisión cariñosa, me respeten, se muestren ciegos para mis defectos y, sobre todo, me amen. Somos ya muchas las que pensamos así. Tres generaciones de mujeres han vivido como embriagadas por su triunfo, vengándose de un largo pasado de esclavitud con disposiciones atroces.